Regional

Palabras del Obispo de San Cristóbal en honor a San Sebastián

20 de enero de 2018

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Como es tradición en nuestra ciudad, celebramos hoy la fiesta de SAN SEBASTIAN, “capitán valeroso” y mártir de Jesucristo en los inicios de la Iglesia. La Palabra de Dios, la Liturgia y el testimonio del mártir nos brindan elementos importantes para nuestra oración y reflexión, así como para la práctica de la fe en caridad dentro de la comunidad donde vivimos.

El Papa Francisco nos enseña cómo debemos realizar la interpretación de la Palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia en la predicación: El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea». (…)

Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia». (E.G. 154).   En esta línea, propondremos algunas ideas para nuestra reflexión y para afinar más el compromiso evangelizador de todos en la edificación del Reino de Dios, de justicia y paz. La Palabra de Dios nos indica cómo hemos de asumir la situación que hoy vive el pueblo, al cual pertenecemos; la imagen del  cristiano martirizado y flechado por quienes, incluso, habían sido sus súbditos nos ayuda también a concluir algunos compromisos urgentes en la hora presente.   En primer lugar nos encontramos con el mensaje de la Palabra de Dios. En el salmo le hemos pedido a Dios vuelva sus ojos hacia nosotros. El salmista recuerda que también nosotros tenemos el llanto como bebida y comida; pero aún así le podemos implorar con las palabras del salmo:

“Despierta tu poder y ven a salvarnos”. El dolor de la inmensa mayoría de nuestra gente es grande y se manifiesta de muchas maneras. Sentimos una gran indefensión, un menosprecio a nuestra dignidad de hijos de Dios y un irrespeto a lo más grande que el mismo Dios nos ha dado: la vida. Frente a ello, existen las tentaciones a la desesperanza y la resignación, al conformismo y a la desolación. Esto sin dejar a un lado otras tentaciones que señalan caminos que no se deben caminar: la corrupción, la especulación, el ansia de poder y de tener, el creernos que somos más que los demás y  el aprovechamiento de la situación de indefensión para especular, contrabandear, “bachaquear” y dejarnos llevar por los criterios crematísticos del mundo.

El texto del segundo libro de Samuel nos recuerda la actitud de David y sus seguidores ante la noticia de la derrota del ejército hebreo y la muerte de Saúl y Jonatán. Luego de rasgar sus vestiduras, David y sus acompañantes ayunaron  por el pueblo de Dios y la casa de Israel. Si tenemos un oído puesto en Dios y en el pueblo, es decir, si de verdad sentimos el gozo espiritual de ser pueblo, vamos a hacer una lectura correcta de esta Palabra en el hoy de nuestra realidad. No es ningún secreto –como tampoco es una invitación al odio- reconocer que vivimos un momento dramático: el hambre que golpea la salud física y espiritual de muchos hermanos, la falta de medicamentos y de otros insumos necesarios, la migración de numerosos venezolanos hacia otros países en busca de mejores condiciones, así como otras expresiones de la situación que se vive, hablan del dolor del pueblo. Este ve cada día más lejana la solución y el cambio requerido para un auténtico e integral desarrollo que permita sentir la centralidad de la persona humana en la sociedad.

Frente a ello, se requiere, ciertamente, el compromiso solidario y fraterno de cada uno de los creyentes y personas de buena voluntad. Si oímos a nuestros hermanos con la ayuda de la Palabra de Dios, entonces nos daremos cuenta de cómo urge cada día intensificar nuestra cercanía mutua, reafirmar que compartimos los gozos y esperanzas, las angustias y problemas que nos aquejan e ir haciendo realidad la vocación de ser sujeto constructor de nuestra historia. Esto nos lleva a volver a plantear algo que ya desde hace tiempo venimos indicando: ¿Por qué celebrar unas ferias en honor de San Sebastián con gastos que no se justifican y con programaciones reñidas con la situación concreta que se vive hoy en nuestra ciudad, en nuestra región y en nuestro país? Ya basta de “pan y circo”.

¿Acaso no es inmoral que se inviertan sumas en torneos deportivos –aunque sean de importancia-, en fiestas de “bailantas” en clubes y otros sitios con precios exorbitantes, que se tengan espectáculos con participantes extranjeros a quienes se les debe pagar en divisa foránea cuando en nuestros barrios hay gente que pasa hambre, cuando los enfermos y necesitados de atención no consiguen medicamentos, cuando los anaqueles de los abastos están vacíos o los precios están marcados en grado superlativo? Muchos teníamos la ilusa pretención de que este año no se iba a tener la feria. Pero predominó el interés particular, el afán de distraer el hambre y las necesidades y el status de sentir que es la “feria gigante” de Venezuela y el mundo. No hay dinero para recoger la basura ni para arreglar carreteras y calles, no hay dinero para conseguir insumos, no hay dinero para la salud, no hay dinero para tantas necesidades… pero si lo hay para la vuelta al Táchira, para otros espectáculos y demás actividades feriales. Eso no tiene justificación aunque haya miles de explicaciones. En una ciudad y en una región que se precian por su cristianismo, no podemos decir que sea evangélico que católicos promuevan esto.

Celebramos la fiesta de un mártir. El se distinguió por ser fiel en su trabajo como militar y como creyente. Pero su fe en Cristo estaba por encima de lo demás. Sin dejar de servir al emperador, tampoco dejó de servir al Dios de la vida que lo había llamado a ser discípulo de Jesús. Ser fiel al emperador no significaba ser idólatra. Es el drama de muchos creyentes en Cristo a lo largo del mundo. Hoy seguimos encontrando muchos cristianos martirizados a causa de su fe. Unos son torturados y asesinados con saña; otros son golpeados por la difamación y la burla; otros también son martirizados por el menosprecio hacia su coherencia de vida al no caer en la corrupción, o al defender la vida y los valores del Evangelio.   Hoy, se siguen disparando flechas o dardos mortales, como los que hirieron a Sebastián. Son dirigidos hacia quienes buscan su verdadera felicidad, no la que da el mundo y sus encantos; sino la que viene del Señor Jesús, que nos ha propuesto un ideal de vida en la enseñanza de las bienaventuranzas. Quienes buscamos esa felicidad auténtica, al seguir el camino del Señor y tomar su cruz, sencillamente corremos el riesgo de ser flechados. Son bastantes las flechas que se lanzan. Mencionemos algunas de ellas, para saber cómo protegernos.    Una primera flecha va dirigida contra el derecho fundamental de todo ser humano, el de la vida.

Desde la naciente en el vientre materno hasta la que está por pasar a la eternidad. Todo ser humano tiene el derecho a vivir con dignidad y a que se le respete su propia vida. Lo que más se está atacando en nuestro país es el derecho a la vida: se siente en las consecuencias del hambre, de la miseria en que muchos están cayendo… La vida que se irrespeta cuando se aplican leyes marciales sin el legítimo proceso, aún sabiendo que en Venezuela no existe la pena de muerte; la vida que no se atiende en hospitales o porque no se fortalece la  atención a la salud; la vida que tampoco se cuida cuando se responde con más violencia en barricadas o en actos delictivos o en sicariatos. Es la flecha que pretende callar a quienes defienden sus derechos humanos.   Otra flecha es lanzada por quienes se sienten dueños de los demás: los acaparadores y especuladores, los que contrabandean y buscan dinero fácil; los narcotraficantes con su comercio de muerte; los que rompen las ilusiones de tantos niños y adolescentes con la pornografía. Es la flecha lanzada por las mafias que se aprovechan de la situación para hacer sus fechorías y negocios amorales e inhumanos. No podemos dejar de mencionar las mafias dedicadas al tráfico de personas y de órganos y las que roban a tantos migrantes aprovechándose de las condiciones en que llegan a nuestra frontera.

Hoy también nos topamos con las mafias que se están especializando en buscar, contratar y oprimir a tantos adolescentes y jóvenes, hombres y mujeres, para llevarlos a la prostitución. Llama la atención poderosamente cómo existen muchos puestos de control en las carreteras y otros lugares: allí sufren los transportistas de alimentos y de otros insumos, los viajeros de unidades de transporte… para ellos hay controles excesivos y discriminantes y muchas veces acompañados del “matraqueo”. Pero curiosamente ¿por qué no existen controles en los lugares donde funcionan esas mafias antes mencionadas?

Otro dardo altamente dañino proviene de quienes, en vez de dar soluciones a los graves problemas de la gente, los cargan con más cosas o les ofrecen falsas esperanzas, o los manipulan con dádivas que buscan comprometer sus actuaciones. Es el dardo que provoca indefensión, desconsuelo, desesperanza y resignación. El dolor causado por ese dardo no se sana con bolsas de alimentos, o con ofertas de dinero, o con planes de una patria herida en lo más profundo de su ser… Es el dardo que quiere ser evitado de muchas maneras: una de ellas, muy patente para nosotros, es el de las migraciones de jóvenes, de familias, hacia otros países en búsqueda de mejores condiciones de vida. El dolor dejado por quienes se van no sólo es sentido por los familiares que se quedan acá, sino por toda la nación, que ve indefensa el vacío de las aulas de escuelas y universidades, el cierre de tantas empresas y puestos de trabajo, el abandono de hogares y comunidades… Los responsables de lanzar esos dardos tendrán que vérselas algún día con la justicia divina.

Y, aún sabiendo que hay otros más, queremos mencionar un dardo que produce tanto o más dolor como los antes señalados: es muy peligroso porque es lanzado por quienes creen tener la conciencia tranquila. Es el dardo de la indiferencia de quienes o no han tomado conciencia de la gravedad de la situación; o se han encerrado en un conformismo al renunciar a ejercer su vocación de sujeto social; o de quienes están aguardando que sean otros quienes vengan a dar soluciones o esperan que ellas llegarán desde fuera como por arte de magia. Y lo más grave del asunto es que en este grupo de personas se encuentran muchos miembros de la Iglesia: son los que no se sienten comprometidos desde su fe y todo lo quieren reducir a actividades pietistas; o los que prefieren seguir amparándose en un “clericalismo” trasnochado y antievangélico; o los que pretenden que la Iglesia se reduzca a las sacristías… Es el dardo de quienes quieren una Iglesia con una pastoral de conservación y no en salida, pobre y para los pobres.

Si escuchamos al pueblo, porque somos parte de él, y, a la vez, escuchamos a Dios, con quienes estamos en comunión, no podemos quedarnos sólo en análisis de la realidad, aún hechos desde la Palabra de Dios, ni en laméntelas o en deseos porque otros lleguen a actuar. Por eso, debemos tomar una posición y reafirmar nuestro compromiso. Es el compromiso nacido del seguimiento de Jesús con la ayuda del Espíritu Santo y tendiente a edificar el reino de justicia y de paz, la civilización del amor. Vamos a proponer, en este momento tres actitudes que hemos de seguir asumiendo y que se sintetizan en una sola idea, que responde a la interrogante que continuamente se nos hace sobre qué debe hacer la Iglesia: sencilla y claramente ser Iglesia.   Una primera, como Iglesia, todos los creyentes hemos de vivir “encarnados en nuestra propia realidad”.

No vivimos ni viviremos en el país de las maravillas. Tampoco necesitamos ni de súper hombres o súper mujeres ni del “Chapulín Colorado”. Para poder manifestarnos como “Iglesia en salida”, hemos de estar encarnados en nuestra propia realidad, para ser en ella “sal de la tierra y luz del mundo”. Así haremos sentir que la Iglesia es pueblo y está con todos, en especial con quienes más sufren y son pobres y excluidos. En medio de los agobios, los hombres y mujeres de la Iglesia debemos compartir con los demás su dolor, tristeza y angustia, así como su auténtica esperanza. El Papa Francisco lo recordaba hace algunos días durante su viaje a Chile: A menudo soñamos con las «cebollas de Egipto» y nos olvidamos que la tierra prometida está delante, no atrás.

Que la promesa es de ayer, pero para mañana. Y entonces podemos caer en la tentación de recluirnos y aislarnos para defender nuestros planteos que terminan siendo no más que buenos monólogos. Podemos tener la tentación de pensar que todo está mal, y en lugar de profesar una «buena nueva», lo único que profesamos es apatía y desilusión. Así cerramos los ojos ante los desafíos pastorales creyendo que el Espíritu no tendría nada que decir. Así nos olvidamos que el Evangelio es un camino de conversión, pero no sólo de «los otros», sino también de nosotros. Nos guste o no, estamos invitados a enfrentar la realidad así como se nos presenta. La realidad personal, comunitaria y social. Hoy más que nunca debemos hacer sentir que la Iglesia está metida dentro del pueblo, porque todos sus miembros son pueblo; hoy la Iglesia debe hacer sentir la fuerza liberadora de Cristo, con la caridad y el acompañamiento de todos, sin excepción.

En esta línea, ninguno de los cristianos está eximido del compromiso de dar testimonio, de sentir que somos hermanos y que hemos de construir puentes y no muros; que nos toca defender la verdad y no la mentira o las componendas… eso supone el riesgo de ser perseguidos, malentendidos y hasta aniquilados. Pero somos servidores de la Verdad, la única que libera al hombre de toda opresión. Desde este compromiso, surge una segunda actitud irrenunciable que incluso, como nos enseña Pablo, es ministerio propio de toda la Iglesia: la reconciliación. Estamos sumergidos en una sociedad donde existe mucho odio, rencor y deseo de venganza o revanchismo. Se acusa a quienes predican la verdad evangélica y se denuncia el pecado del mundo como promotores del odio, y quienes lo hacen se valen del insulto y de la ofensa, también generadora de odio… Nuestra sociedad necesita la reconciliación que es consecuencia del amor misericordioso de Dios. Sin esto, no se podrá ni reconstruir la nación y tampoco se superarán las brechas abismales que se han ido cavando desde hace mucho tiempo atrás. La Iglesia reconciliada y reconciliadora es la que necesitamos seguir promoviendo. El saberse llena de dificultades y de llagas, como las que sufrió Jesús, permitirá la tarea de la reconciliación.

Así lo enseñó Francisco en Chile: Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas y tiene nombre: Jesucristo. Si Cristo está en el centro de la vida y misión de la Iglesia y de todos sus miembros, se hará realidad la fuerza del amor. Decimos, con San Juan “hemos creído en el amor”.Si esto es cierto, entonces, cada uno de los bautizados lo hará sentir de verdad en el momento en el cual vivimos.

La enseñanza de los primeros discípulos, traducida en hermosos términos en el Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos indica que todo discípulo de Jesús ponía en común de lo que tenía (no de lo que le sobraba) y así nadie pasaba necesidad. En los últimos meses, personas, familias, comunidades e instancias eclesiales de nuestra Diócesis han dado pasos ciertos en este sentido. Se ha compartido de lo que se tiene para ayudar a enfermos y personas necesitadas, se ha compartido el alimento de manera fraterna y solidaria… han surgido nuevas y bellas iniciativas que hay que seguir alentando y fortaleciendo. Aún hay mucho por hacer. Todo esto nace del ejemplo de Jesús quien nos ha pedido hacer lo mismo que Él realizara con el lavatorio de los pies. ¡Que pedagogía la de nuestro Señor! Del gesto profético de Jesús a la Iglesia profética que, lavada de su pecado, no tiene miedo de salir a servir a una humanidad herida.

Es lo que debemos seguir haciendo. Por eso, sin temor ni temblor, superando la tentación a la ingenuidad, me atrevo a hacer una propuesta a quienes organizan tanto la Feria como los eventos de fiestas y de atracciones (las fiestas en los clubes y otros espacios, las corridas de toros y otros actos lucrativos). Lo hacen en el marco de una fiesta considerada de corte cristiano y son, en su inmensa mayoría, católicos: ¡sean fieles a la Palabra de Dios y den un ejemplo también para el mundo! La propuesta la haré en forma de interrogantes para ver si su respuesta es positiva –y ¡ojalá lo sea!-. ¿Qué pasaría si de las ganancias que se obtengan de todos esos espectáculos y eventos de la feria, se destinara el 60% para hacer un gesto de caridad y solidaridad? ¿No sería una hermosa manera de hacer sentir que no se trata de un evento meramente lucrativo y que sus organizadores están demostrando que son los criterios del evangelio los que marcan el rumbo de sus vidas y acciones? Eso sí, no salgan con la excusa de que todo lo programado les produjo pérdidas. Pero demos un paso más. Para que no se vaya a caer en la tentación de que la Iglesia quiere aprovecharse de ese aporte ni para que se vaya a perder lo ofrendado, propongo concretamente que lo recaudado se destine para apoyar al Hospital Psiquiátrico que está en Peribeca y que tantas necesidades tiene. Y para ello, propongo constituir un equipo compuesto por un representante de la Corporación de Salud, un representante del IAMFISS y un representante de la Iglesia: así podremos tener garantía del destino de ese aporte, que deseo se haga realidad. Lo pido en nombre de los enfermos y médicos, que están en dicho Hospital; pero sobre todo en nombre de Dios.

Y como primera ofrenda, pido que la colecta que hoy se haga durante esta celebración (y espero sea generosa) sea el primer ladrillo de esta iniciativa. Dentro de unos instantes ofreceremos el pan y el vino, junto con ellos se harán presentes nuestros trabajos y afanes, nuestras esperanzas y compromisos. El Señor se hará presente de modo sacramental y a nosotros nos dará la fuerza para hacer realidad la necesaria liberación de nuestro pueblo. Que esta celebración de hoy nos llene de entusiasmo para seguir luchando con las armas de la luz y de la Verdad y buscar que en Venezuela se siga haciendo real el reino de Dios. Amén +MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL.

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