Reportajes y Especiales
Testimonios de la Cuarentena: Sobrevivió al tifus y con rezos espera salvarse de la COVID-19
7 de mayo de 2020
Armado de un bastón y de un pequeño banco de madera para de vez en cuando descansar en su caminata se ve a Leonardo Valera Delgado. Durante el recorrido por las calles de Zorca, a pie desde su casa rural a la de sus familiares, en un trecho despoblado, y por los que pasan una que otra motocicleta, sin veredas para los caminantes
Freddy Omar Durán
A sus 82 años de edad es sobreviviente de una peste, ya olvidada en el Táchira, en tiempos en que más que tomar medidas preventivas, la gente solo se encomendaba a Dios, y que se hiciese su Santa Voluntad: el tifus.
Por esta razón, podemos considerar la fachada aún en pie del Hospital Vargas, como símbolo de muchas pandemias, que ocurrieron, y diezmaron a nuestra población, y que no contaron con el despliegue de los medios de comunicación de entonces.
Eran tiempos en que los muertos apenas si eran velados en sus humildes conucos, y se les asignaba una desnuda cruz.
Pérdida irreparable
Muchos de esos fallecidos no alcanzaban la mayoría de edad, entre los cuales hay que contar a su hermano Adrián, de 11 años. Era él su cuidador, el más querido dentro de la camada, y que incluso lo cargaba, en momentos en que realizaban las duras faenas del campo.
Una tragedia, ocurrida a mediados de los cuarenta del siglo pasado, que aún hoy recuerda con vívidos detalles, y que impactó por muchos años a su madre Zolia y a su padre Martín, quien reaccionó violentamente cuando no solo supo del padecimiento de su hijo, sino que por decisión facultativa, sería apartado de él para siempre.
–Mi papá siempre cargaba una cuchilla, -afirmó Varela- y cuando en el Hospital Vargas, el doctor le dijo “su hijo no lo se lo puede llevar, porque el tiene una enfermedad mortal”, sacó el arma y correteó al doctor por todo el lugar. Nos lo quitaron, y cuando mamá supo la noticia se puso a llorar.
Un dolor de una madre, que ni siquiera se le concedió el ver el cadáver de su retoño. Hasta que un acontecimiento excepcional, puso fin a un duelo no superado por años.
–Mi mamá –continúa su relato- todas las noches lo lloraba. Usted sabe que la madre es la madre, hasta que un día en sueños le dijo mi hermano: madre no llores por mí, que me tienes en pena. Ora por mí. Y mi mamá nunca volvió a lanzar una lágrima por el.
Pero el tifus no se conformaría con llevarse a un miembro de su familia: estuvo a punto de volver a traer el dolor a su hogar, esta vez en la persona de él. Pero en esta ocasión, no estarían dispuestos a dejarlo ir, aún a costa de no proporcionarle la atención médica apropiada.
–Duré tumbado un buen tiempo en la cama. Lo único que le daban a uno era aguapanela caliente. La fiebre que tenía era tan alta, que yo veía como si abriera el cielo, y parecía que llovían caballos, reyes y figuras como las de las cartas españolas, y a lo último apareció una culebra bien grande. Yo me ponía a llorar, y mi mamá me consolaba diciéndome: “mijo no llore, esa es la misma fiebre” — narra.
Reza las enfermedades
Vive en el Cerro Molinero, entre Zorca San Isidro y Zorca Providencia, en una modesta propiedad dentro de los territorios que alguna vez pertenecieron a su abuelo Meritón Varela. Su hogar natal se encontraba un poco más allá, en el sector que se denomina Antonio José de Sucre, donde el tifus se cebó con muchas personas más, en la época ya mencionada.
De su enfermedad no solo regresó sanado, sino con la capacidad de sanar a otros, un don que se lo atribuye a Dios, a quien siempre nombra bajo elevados títulos
–Dios es la grandeza, Dios es el esfuerzo infinito, Dios es la misericordia – repite.
A el Creador se encomienda a través de largas suplicas como aquella que lo libera de los merodeadores de los caminos.
–Del gran poder del Dios Todopoderoso, -ora en alta voz- me valgo; de la fortaleza del Señor y la fe del quien siempre está con nosotros y con vuestro espíritu. Santísima Trinidad, Santísima Trinidad, tu Señor que eres un solo Dios, concédame que si la policía, la guardia, los fiscales, los asesinos están en mi camino, líbrame de ellos; que si esas personas tienen ojos, no me vean, si tienen oídos no me escuchen, si tienen manos no me toquen y si tienen piernas no me alcancen. Te lo ruego, por los siglos de los siglos, amen — expresa.
Su condición de rezandero le ha dado cierta fama en la comarca, y un gran respeto, que se nota cuando los jóvenes motorizados lo saludan y le ofrecen la cola, que él no acepta por estar ocupado en nuestra conversación peripatética.
–Yo secreteo la gente que trae culebrilla, picadas de pitos, niños bazuqueados, o que les ha pegado el hielo de muerto. Yo los curo, y lo hago porque Dios me ayuda. Yo no cobro nada por eso: lo que quieran darme — explica.
Cuando se le pregunta si podría curar a alguien que le llegara con COVID-19, duda un poco su respuesta, y agrega:
–¿Por qué no? Dios dijo “haced el bien y no mires a quién” — responde.
Pero antes que tener que intervenir misteriosamente en esos casos, el prefiere aconsejar a la gente que tome las precauciones correspondientes.
–Yo le digo a la gente –adoptando un tono paternal- que está muy angustiada, que no salgan, que se cuiden, es una enfermedad con igual chance que te de o que no te de; pero sea como sea uno no se debe descuidar.
Naturaleza generosa
Tiene una prole de 10 hijos, gran parte de los cuales están dedicados a la docencia y la enfermería, que levantó al lado de su esposa María Asunción Cárdenas.
Ha tenido noticia de que dos familiares lejanos suyos venezolanos en Chile cayeron en los rigores del coronavirus; considera que en ese aspecto en Venezuela las cosas no han llegado a mayores.
—El único que nos ampara es Dios y yo pienso, en base a mis conocimientos, que esta nación no ha sufrido mucho de ese mal, y si ha habido casos es porque lo han traído de otra parte —-dice.
Aunque a su alrededor ha tenido que oír y ver a la naturaleza apoderarse del silencio y de los espacios desalojados por la cuarentena, recuerda con nostalgia la productividad agropecuaria de Zorca en otras épocas. Porque si bien la naturaleza trae plagas, más trae ha traído bendiciones, y el recuerda eso con nostalgia.
–Yo recuerdo esos grandes rebaños de ganado, que se llevaba a pie desde aquí hasta Capacho, y hasta Cúcuta. Llevábamos agua de la quebrada La Zorquera, porque era muy buena, es la mejor agua que he probado en mi vida. Por ahí nadaban pescados, que atrapábamos con atarraya o con anzuelos. Sacábamos corozos, panches, bocachicos. La corriente era como de nueve metros de ancho. En esas montañas que ahora se ven peladas había puro sembradío de maíz, quinchoncho, gallinazo, frijol de matica, yuca, plátano y guineos, — recuerda con detalles.
Silencioso sigue si destino. Amable con los vecinos, camina para saludar a sus parientes en medio de la cuarentena. En una mano lleva el banco de madera, en la otra, el bastón, su compañero de viajes. (FOD)