Una fuerte ventisca antecedió al chubasco y entonces, María Buitrago sabía que todo comenzaba de nuevo, como cada año, tras el inicio de la temporada de lluvias. Al cabo de unas horas, la sala, los cuartos, el patio, se habían convertido en una piscina, de unos cincuenta centímetros de altura.
Raúl Márquez
Algunos objetos livianos, un trozo de papel, un vaso que yacía bajo la cama, flotaban impávidos, mientras María y su esposo, con escobas, se afanaban en sacar el agua de la vivienda, pero esta acción se quedaba en un intento vano, pues había agua por todas partes.
—Cada vez que llegan las lluvias pasamos por este suplicio. Tanto es así, que nos ha tocado colocar todas nuestras cosas encima de bloques, para que no se nos mojen y se dañen, tal y como sucedió con un chifonier— relata la sexagenaria.
Vale comentar que estas anegaciones no solo afectan la casa de María Buitrago y su esposo, ubicada en Chururú, sino que es una problemática que padecen vecinos de diversos sectores del municipio Fernández Feo, durante el periodo de lluvias. De igual modo, es una constante en las aldeas y caseríos ubicados en las márgenes del río Uribante. Tal es el caso de la Isla de Betancourt o del sector de El Canal.
Precisa la dama que un vecino que administra una fábrica de bloques cercana a su hogar, le ha propuesto que él le dona los bloques para que suban las paredes y luego rellenen la parte del piso; una solución por demás válida, pero que ve como algo lejano, debido a la situación económica.
—Lo que me propone un vecino, en cuanto a ´levantar la casa´, es una oferta muy buena, pero de dónde voy a sacar dinero para pagar la mano de obra. Es verdad que mi marido puede colaborar, pero hay que pagarles a quienes lo van a ayudar. Además, con esta cuarentena y uno ya viejo, no puede salir a trabajar. La cosa está fuerte— dice con seriedad.
Aprovecha para hacer un llamado a los entes del Gobierno para que adelanten los trabajos de canalización del río Chururú, «sería la solución definitiva; el problema es que justamente ya comenzó el invierno y, entonces, esa va a ser la excusa».
«Mis hijos emigraron por la crisis»
Apunta, asimismo, que tiene nueve hijos, algunos fuera del país, específicamente, en España, Colombia y Chile. La que vive más cerca, en Naranjales, es quien cada semana suele llevarle algunos víveres y verduras.
— ¿Cuándo íbamos a pensar en separarnos? —inquiere—. Siempre nos reuníamos para compartir, pero cuando las cosas comenzaron a empeorar en el país, tuvieron que irse, unos para el exterior, otros para Barinas y San Cristóbal. Cuando pueden me envían dinero, pero con esta pandemia todo se ha complicado para ellos también— comenta.
Añade que quisiera llamarlos más a menudo, para así poder ganarle a la angustia latente que la acompañaba desde que emigraron, pero, comenta con una sonrisa irónica, hasta el teléfono celular se le dañó.
Recuerda con nostalgia cuando compartían los fines de semana y se siente al garete, como los trocitos de papel que navegan por la casa cada vez que se inunda.