Por más de 25 años, Luis Romero Chacón endulzó el paladar de los habitantes del sur del Táchira con sus sabrosos raspados. A sus 86 años rememora aquellos años, rodeado del afecto de toda una población
Raúl Márquez
Cada tarde, bajo aquel sol de nuestra infancia, era una delicia degustar de los sabrosos raspados del señor Romero, quien solía ubicar su punto de venta bajo un frondoso árbol de la plaza Bolívar de San Rafael de El Piñal. En medio de un ajetreo de uniformes sudados, de niños que alzaban las manos y se empujaban, cada uno pugnando por ser atendido de primero, el hombre con pericia hacía girar la manivela de la máquina en la que trituraba los bloques de hielo, para luego, bajo la mirada de aquellos inquietos escolares, ir elaborando con velocidad sin par cada uno de los raspados, según los sabores favoritos de su hilarante clientela.
Corría el año de 1987, en aquel pueblo incrustado entre el llano y la montaña, el cual era visitado cada fin de semana por familias de la capital tachirense, que disfrutaban al máximo de sus ríos y paisajes.
Todo había comenzado dos años atrás, según nos cuenta Luis Romero Chacón, desde el fondo de la nostalgia que enrojece sus diminutos ojos claros, 35 años después.
—Yo había trabajado treinta años como vigilante en la empresa Lobrica, cerca del puente de La Morita, y de un momento a otro me despidieron. Entonces me encontré con 50 años, sin saber qué hacer, y con 10 hijos, aunque algunos ya grandecitos, que aún dependían de mí— cuenta uno de los personajes entrañables del sur del Táchira.
Pero una mañana la suerte le dio un giro inefable, cuando le ofrecieron una máquina de hacer raspados. Dubitativo, pero al tiempo sabiendo que podía ser una buena opción para generar el sustento para los suyos, la adquirió.
—Al principio me daba pena. Imagínese, de ser vigilante a vender raspados por las calles. No obstante, mientras fui aprendiendo el oficio y me daba para la comida y otros gastos, la pena se transformó en un reto de cada día. Como quien dice, le tomé el hilo a la cuestión y fueron 25 años en los que mi máquina y yo nos hicimos inseparables— sonríe.
“Aprendí a preparar la miel”
Con el tiempo, los raspados del señor Romero se hicieron imprescindibles para niños y mayores de la llamada “Puerta del Llano”. «Recuerdo que los vendía a real. Al día hacía dinero para la comida y también para comprarles los útiles a los muchachos, e incluso los zapatos y los estrenos en diciembre. Hasta pude comprarme un refrigerador para el hielo, el cual fabricaba con agua mineral. Al cabo de los años, recorría y me instalaba por ratos en varios puntos: en la plaza Bolívar, afuera del liceo Francisco Tamayo, en el colegio Antonio José de Sucre o en la parada de busetas de la calle principal», apunta.
Un día, en un programa de televisión vio que estaban explicando cómo hacer miel casera. Apenas terminó la emisión, se dirigió a la cocina y le comentó a su esposa que iba a intentarlo. Y así fue. En adelante, no solo comenzó a preparar la miel, sino además los jugos, en forma natural, lo que le daba ese sabor especial que tanto gustaba a sus clientes.
Además del sabor característico de sus raspados, su jovialidad y su infaltable «echadera de broma» eran como un imán para quienes al verlo atravesar las calles le gritaban con picardía: «¡Venga pa´ rasparlo!», una expresión que había surgido del mismo señor Romero y sus constantes juegos de palabras y frases divertidas, que sacaban una sonrisa a sus conterráneos.
Intentaron atracarlo
Pero como suele suceder, no todo es perfecto. A pesar de ser una persona querida en la comunidad, en una ocasión se enfrentó a un atracador que, con violencia, intentó despojarlo del dinero que había obtenido de las ventas de un día.
—Ese sujeto me abordó, de pronto, cuando hacía el recorrido habitual por el barrio Renato Laporta y me intentó golpear, pero yo me agaché y me defendí, y luego llegó la policía y uno de mis hijos, y al final, a ese señor lo metieron preso…
Tras ese desagradable episodio, comenta Romero, los parroquianos comenzaron a estar más pendientes de él. Sobre todo los estudiantes de la escuela y de los colegios. «Desde entonces, los ´chinos´ me defendían y estaban pendientes de mí, pues como yo los hacía reír. Además, en muchas ocasiones querían comer raspado, pero no tenían dinero, entonces, yo se los preparaba y les decía que me pagaran después», detalla, sin dejar de sonreír.
«Me mantenía en forma y con buena salud»
Desde muy temprano comenzaba la rutina Luis Romero Chacón. Picar el hielo de la jornada, preparar los jugos o jarabes, darle a la miel el toque preciso, ataviarse con su sombrero favorito y una bata de grandes bolsillos, donde iba guardando el dinero, marcaban el día a día de este pequeño y jovial piñalense.
Según estima, este ritmo de vida y el hecho de recorrer a diario las calles de la capital del municipio Fernández Feo, contribuían al buen estado de su salud. En este particular, asegura que durante esos años, solo en una ocasión, sufrió un «soponcio feo» que desveló anomalías en su presión arterial y su glicemia. «Desde entonces, cuando me sentía mareado me comía un caramelito y el mundo dejaba de temblar para mí», se aclara la voz y sonríe de nuevo.
Le dijo adiós a su máquina
Corría el año 2012, y un acontecimiento de salud de su esposa lo obligó a vender la máquina de los raspados. Ya no disfrutaríamos más de su sabrosa y refrescante bebida, pero siempre recordaremos cómo su textura fría y dulce sabor acompañaron algún episodio de nuestra infancia o adolescencia.
Desde la tranquilidad de su hogar y rodeado del amor de sus hijos y nietos, don Luis Romero Chacón rememora con esa sonrisa franca de siempre, aquellos años, aquel ímpetu, así como el afecto de toda una población, que siempre añorará sus raspados y su hilarante cordialidad.
—Gracias a Dios, la gente siempre me saluda y me recuerda con cariño, como el primer vendedor de raspados de El Piñal. Aquellos niños y muchachos, que según me han confesado, a veces les sacaban los vueltos a sus padres para comprar mi producto, ya hoy son mayores y tienen sus hijos, y así sigue la vida, hasta que Dios mande, ni modo» y sonríe por enésima vez y me estrecha la mano, con su mano, dura, honesta, de hombre trabajador.