Yrlander Hernández
El 3 de marzo de 2020 el Covid-19 tocaba las puertas de Chile con el primer caso: un médico chileno que había viajado por Asia. En menos de una semana las mascarillas que solo se veían en las noticias internacionales, empezaron a asomarse por las calles.
«No hay mascarillas» informaba un aviso en una farmacia. El primer tapaboca fue uno artesanal hecho por una tía. Luego llegaron las del trabajo y el uso cotidiano del «alcohol gel» o antibacterial.
Las formas de ganarse la vida en el extranjero son múltiples, pero mi norte ha sido mantener mi profesión: el periodismo, y hacer trabajos de medio tiempo para los gastos del alquiler y la comida. Con dos trabajos de medio tiempo: cajero y mesonero, se podía compartir la pasión por el periodismo sin mayores problemas.
Marzo fue una situación intermedia, los trabajos se redujeron a uno solo, puesto que al no haber reuniones, no había eventos para trabajar sirviendo la mesa. Por suerte, el trabajo de cajero era en una tienda de una estación de servicio y se mantenía abierto.
El 25 de marzo inicia una cuarentena total en la Región Metropolitana de Chile. Para esa fecha conocimos y publicamos varias historias de venezolanos que al quedarse sin trabajo pasaron a situación de calle, implorando por un vuelo humanitario de regreso.
Con salvoconductos se podía hacer mercado y en las calles se veían connacionales con bolsos de montaña pidiendo dinero para regresar «así sea caminando». La situación se puso muy difícil. Sin trabajo y con el alquiler contando los días para cobrar, muchos se unieron y les tocó vivir hacinados en pequeños apartamentos para varias familias.
Cada fin de semana sin falta iba al trabajo de cajero, al menos el alquiler estaba asegurado. Pero atender a cientos de personas te expone a contagios. Un miércoles me sentí mal, el jueves me dio fiebre, el viernes un cuadro de bronquitis no me dejaba respirar. Llamé al trabajo y dije que no podía asistir. El 16 de mayo viví de cerca la crisis hospitalaria que genera la pandemia en cualquier sistema de salud.
Las pruebas de coronavirus estaban escasas, Chile ya contaba con 3600 casos positivos. En el primer hospital fui rechazado porque no presentaba fiebre; en el segundo, una entidad pública, recibimos el regaño de una enfermera: si no se están muriendo, no deben salir de casa. El tercer centro médico logré que me atendieran, al ser privado hubo que pagar la consulta. Un amable doctor me auscultó y me dijo que ese cuadro de bronquitis lo más probable era que fuese coronavirus. Me hicieron la prueba del Covid-19 y tuve que esperar 10 días.
El 26 de mayo ya plenamente restablecido de salud, caí en una pequeña depresión, el resultado fue positivo. No podía trabajar, mi novia y un primo que vivían en la casa eran casos asintomáticos. Luego de pasados 15 días de aislamiento puede salir y sentir el sol en las calles de Santiago, al menos de camino al hospital y de regreso.
Superado el Covid19 y con el alta médica pude volver a trabajar los fines de semanas y seguir informando a través de la red social Instagram. Tres meses en cuarentena afecta psicológicamente a cualquiera, el desorden alimenticio y de sueño hace que el miedo y las preocupaciones se desborden, y en el caso de los migrantes el doble, porque la preocupación se multiplica por dos: ¿Cómo estarán mis viejos? ¿Podré pagar el alquiler de este mes? ¿Y si me vuelve a dar coronavirus?
Apenas el 17 de agosto levantaron la cuarentena en Santiago, ya se encuentra más gente en la calle y los locales atienden al público con todas los cuidados sanitarios. Una situación difícil que se va superando poco a poco. Una pandemia que nos tocó vivir lejos de casa.