El gordo salió espitao. Seguro le dio canillera cuando vio que la lora no se le secaba. Esa incomodidad para recostar el cuadril en el sofá de sus querencias lo tenía entecao. Ya no podía arrejuntar ganas para atisbar pegotas en la banca aquella. Esa soponería que le tenían cuando garlaba en la negritud antes de una sobrebarrigadoble con toletes de curas, lo ponían con cara de entelerido para no arrejuntarles una fatigosa en los bojes a tanto toche. Tragar emperrao le producía cursos. Las quería a todas. Juñó mucho a Marco Antonio Rivera Useche en la retreta dominguera. Pobre del tío Camilo, bombarda frasca de la armonía acompañante, quien se hacía el tariolas frente al severo director. Parece que Paulita sacó esas ganas de raspar el violín al viejo soplador del instrumento enrollado. Bailó un chachachá en Ecos del Torbes con la flaca Vitola y echó varilla por sus entornos del centro capitalino. Lo arrempujaron sobre unos ciclistas en el Tour de Francia. No pudo dominar los carramplones tres coronas que le regaló el gordo Duarte. Cayó de jeta y se hizochampurria para corretear a Eddy Merck en la subida. Raúl y Javier, mis sabandijas, lo obligaron a escuchar una llenada de perra en Lobatera. –Respete la zona verde, caballero, que usted puede ser mi papá, le reclamó el policía. -¿Cuál gordo, carretico? -Ese malganzón, hijo de Doña Flor, terror de taxistas, músicos, botiquineros y cuanto bicho de uña pusiera las costillas de blanco a una chirimoya arrequintada por ese brazo tan agradable sobre nuestros hombros. Nos diste un millón de razones para vivir, gordito del alma. (Carlos Orozco Carrero)