Francisco Corsica
Estuve caminando por las calles caraqueñas. Había que hacerlo: debía abastecerme de ciertas cosas. Grandes calles, anchas avenidas con edificios de unos veinte pisos. Parecía sábado por el poco flujo de personas, la mayoría resguardadas en casa. De fondo la majestuosa montaña que decora mi ciudad, como dice Ilan Chester en una canción interpretada por él dedicada al parque nacional El Ávila. En una esquina, un kiosco de periódicos a punto de cerrar porque solamente está abriendo unas pocas horas en la mañana; en la otra, sale un grupo del Metro, siempre agitado. Por allá, un local comercial pequeño pero surtido, colorido y con decoración moderna, desde lejos parece nuevo. De hecho es nuevo. Aunque la construcción que lo alberga puede tener varias décadas, este negocio no existía hace un par de años atrás. Lugares así abren cada vez más, aparecen de la nada y se están abriendo paso en la capital de la República. Los llaman bodegones y los hay de todos los tamaños.
Al asomarme, veo algunas personas colocando productos en una cesta de mercado que llevan consigo. Tienen pocos cajeros, casi no manejan tarjetas bancarias. No hay colas. Manejan muchos billetes, también tienen a disposición teléfonos inteligentes para verificar pagos por transferencias. En la entrada, hay alguien encargado de tomar la temperatura y colocar gel antibacterial en las manos a todo aquel que entra al establecimiento, así como verificar que cada quien entre con tapaboca y guarde distanciamiento físico con otros clientes, cumpliendo con las medidas de bioseguridad establecidas en el marco de la pandemia del COVID-19.
El papel moneda que cuentan con esmero y que guardan en las cajas registradoras no tiene las caras de Simón Bolívar, José Antonio Páez o Francisco de Miranda, a pesar de que la Constitución dice claramente en su artículo 318 el nombre de nuestra moneda. Quienes salen retratados en ellos son más bien George Washington, Abraham Lincoln y Benjamin Franklin.
Los productos son variados. Abundan las chucherías y varios artículos de primera necesidad, inclusive puedes conseguir tecnología de punta. Para el venezolano de a pie, son puras exquisiteces. Los que no saben inglés optan por ver el empaque para saber lo que están comprando. Sus orígenes son dispares: la mayoría vienen de Estados Unidos, también hay algunos nacionales. Eso sí, que nadie diga que son productos de mala calidad. El signo monetario que aparece en los precios no es el mismo que muestra mi estado de cuenta. Sus visitantes son tan variopintos como la procedencia misma de estas mercancías, pero hay unos que se dedican a mirar porque no pueden comprar, anteriormente solían hacerlo todo el tiempo y en cualquier parte. Estos se diferencian del resto de negocios porque venden artículos importados, cosa que los demás no hacen o lo hacen muy limitadamente, sumado a su presentación actualizada y atractiva a la vista de cualquiera, que los distingue de todos los demás. Ya forman parte del día a día caraqueño, deben ser pocos quienes no los conocen.
Parecen ser la consecuencia lógica de una serie de necesidades económicas que están presentes en la sociedad venezolana. Estos años no han sido fáciles para los bolsillos criollos. Para poder ahorrar y facilitar ciertas transacciones, así como surtir los anaqueles, varios apelaron a una moneda distinta a la vernácula. Lo normal es eso: que haya abundancia en un lugar dedicado al comercio, pero es como si fuera un rinconcito de otro país dentro del mío. Se compra acá, pero se usa la moneda de allá. No todos tienen esa posibilidad de gasto, por eso no sabría decir si se trata de una solución, pero si lo fuera, la es con cierto desfase.
En todo caso, la aspiración siempre tiene que ser que esa realidad se traslade al supermercado, a la tiendita, al abasto, al kiosco o al mercadito, por mencionar algunos. Que esa abundancia, que esas mercancías exhibidas en cualquier bodegón que usted pueda visitar se puedan encontrar en cualquier otro sitio a precios accesibles.