Este domingo, 29 de noviembre, celebramos los 239 años del nacimiento de Andrés Bello. Este inmenso personaje, símbolo del orden, de la inteligencia y la civilidad, ha sido una presencia constante en nuestra vida. La imagen usual que tenemos de él es la de un ser sobrenatural, de una inteligencia superior y, paradójicamente, desprovisto de vida y emociones. Sin embargo, hay otro Andrés Bello.
La primera vez que supe de Andrés Bello fue de niño, en los pasillos de mi escuela. Un mural que daba al patio nos mostraba la escena de dos hombres sentados bajo un frondoso árbol: uno, de frente más amplia, leía y gesticulaba como en señal de estar diciendo una cosa importante; el otro, quizás un poco más joven, oía al primero con suma atención.
Días después la maestra nos explicó que ese mural representaba a Simón Bolívar mientras recibía clases de su maestro Andrés Bello. Saberlo “maestro” acentuó en mí la imagen del rostro adusto y el ceño fruncido que el pintor había remarcado con énfasis, en comparación al rostro límpido y sin preocupaciones del estudiante Simón.
La idea que me había creado de Andrés Bello no fue mejorando con el paso de los años. Ya en el bachillerato lo veía como un personaje aburrido, como el maestro que nos llena de libros pero no de vida, como el sufrido protagonista del meme que llora lágrimas de sangre o que se revuelca en su tumba cada vez que patinamos sobre las normas de la gramática. Llegué a pensar, en mi afiebrada imaginación de adolescente, que Bolívar se había vuelto rebelde por las ganas de zafarse de aquel bostezante maestro.
Pero algo inesperado ocurrió que me hizo cambiar de idea.
Ya en la universidad llegó a mis manos, por casualidad, un pequeño libro escrito en 1904 y que había estado oculto desde aquel entonces, hasta 1973, cuando la Editorial de la Biblioteca Universitaria, en Lima, se arriesgó a sacarlo a la luz pública. Su título era Tradiciones en salsa verde y su autor no era otro sino el afamado escritor peruano Ricardo Palma (1833-1919). En ese pequeño y clandestino libro se relataban anécdotas muy curiosas, algunas subidas de tono, y que tenían como protagonistas a algunos de nuestros héroes patrios y a otros personajes del Perú del siglo XIX. Repasemos algunos de los títulos de esos relatos para así tener una mejor idea de qué va el asunto: “La pinga del Libertador”, “El carajo de Sucre”, “La cosa de la mujer”, entre otras por el estilo. Ya los títulos de esos relatos, o “tradiciones”, nos indican la inflexión de las historias.
Palma, quien nunca se atrevió a publicar estos textos picantes (y quizás por ello el término “en salsa verde”), temía la respuesta de los lectores y el rechazo de los académicos e historiadores por haber osado representar a Bolívar o a Sucre, entre otros, de esa manera tan burlesca, humorística, natural y descarnada.
No sé por qué, pero tener esa versión más relajada e inusual de nuestro panteón me hizo pensar en el más almidonado de nuestros antepasados: el severo Bello. ¿En realidad fue así tan serio como lo vi en el mural de mi escuela o tan tieso como insisten en mostrarlo los historiadores? ¿Habrá existido alguna emoción detrás de esa fría escultura de mármol?
La curiosidad me llevó a leerlo con más atención y a buscar esos rastros de vida que cierta práctica historiográfica, aquella que se escribe con cincel sobre mármol y toga planchada, ha querido borrar, haciendo del pasado un escenario de héroes inaccesibles, olímpicos personajes que no parecen nacidos en este mundo.
Encontré mucho.
Sí, vi el proteico genio de la gramática, del derecho, de la historia, del periodismo, de la literatura… Pero también hallé a un joven caraqueño preocupado por aprender el latín -el código del saber colonial-, aunque también se mostró inquieto por dominar el francés, el inglés y el alemán, las lenguas del comercio moderno. En Bello vi a un hombre sediento por saber acerca de los adelantos tecnológicos y científicos, que formó parte de la junta que trajo la vacuna a Venezuela y que además le compuso un poema a ese hecho histórico. Vi en Bello a un joven de una curiosidad enorme que le llevó a saberse un escritor que debía crear un mercado y eso le llevó a experimentar con la imprenta y con ella hacer el primer libro y el primer periódico del país.
Descubrí en ese Bello más humano a un joven que a los 29 años se fue del país para nunca más volver y siempre vivió con la nostalgia y el recuerdo de su Caracas natal. Descubrí a un Bello enamoradizo, que gastaba bromas a sus amigos, que decía groserías -como cualquier humano común y corriente- y que además usaba zarcillo.
Esto del zarcillo lo vine a saber hace poco por una polémica surgida en Chile el año 2010. En aquel año apareció el billete de más alta denominación de ese país, el de 20 mil pesos, y en él se puede ver la figura de Andrés Bello luciendo en su oreja derecha un aro. La sorpresa prendió como fuego en sabana.
Ese zarcillo en la oreja de Andrés Bello chocaba con la imagen que los historiadores habían cultivado, pero esto tenía un origen y una explicación. Ya desde el 2001 el chileno Iván Jaksic, en su imprescindible libro Andrés Bello: la pasión por el orden, había dicho al respecto:
“El nuevo Rector (Andrés Bello) tenía sesenta y un años cuando pronunció su famoso discurso. Si bien sus palabras podían ser bastante fuertes, y su mensaje ser uno de orden y disciplina, la apariencia de Bello sugería más bien un temperamento apacible e incluso tímido. El pintor francés Raimundo Monvoisin retrató magistralmente éstas y otras características primero en forma de dibujo y a continuación en una pintura al óleo en 1844. El retrato, que pasó a ser el más conocido de todos, muestra a un Bello de hombros caídos, con una expresión de profunda pero serena tristeza. Sus rasgos son finos, con una nariz y labios delgados que se curvan como en una sonrisa melancólica. Su pelo canoso y calvicie creciente revelan una frente amplia y despejada que sugiere inteligencia y una vida dedicada a la reflexión. En el centro del cuadro están sus ojos, que son suaves pero al mismo tiempo penetrantes. Monvoisin los muestra calmos pero apenados y casi lagrimeantes. La impresión que ofrece este retrato es la de un hombre sensible que ha comprendido algunas verdades fundamentales acerca de sí mismo, y de la vida. Un toque algo misterioso es el aro que lleva en la oreja derecha, puesto que no hay evidencia alguna de que lo haya usado, ni tampoco era común entre los hombres, ya sea en Chile o en otras partes de Hispanoamérica”.
Hay quienes afirman que este zarcillo en la oreja de Bello era un símbolo de su filiación a los ideales de la Revolución Francesa, así como lo usaba Francisco de Miranda. Algunos dicen que era simple moda. Otros, que no era aro alguno, sino un mechón de pelo ensortijado. Sea lo que sea, lo que sí es innegable es que ver a Bello con zarcillo nos removió la seca imagen que teníamos de él y nos abrió la posibilidad de imaginarlo de otra forma, quizás empapado, aunque sea una vez y un poco, en aquella picante “salsa verde” de Palma.
Hoy día tengo una pequeña imagen de Bello colgada en mi lugar de trabajo. Luego de aquella primera impresión en el mural de mi escuela, veo ahora a Bello más cercano, más humano, más de carne y hueso.
Y ya desaparecieron las severas líneas que marcaban su frente.
@diegorojasajmad / Correo del Caroní