Reportajes y Especiales
Historias de los balseros venezolanos en Trinidad y Tobago
25 de diciembre de 2020
La pobreza persiguió a Norbelys hasta Trinidad y Tobago, un país al que migró hace dos años desde Venezuela en un bote que estuvo a punto de zozobrar. Tiene un consuelo: a sus tres hijos no les falta un plato de comida.
«Mis hijos por lo menos ahorita tienen un par de cholas, tienen su ropa, tienen su comida a la hora», cuenta a la AFP Norbelys Rodríguez en su nuevo hogar, una pequeña vivienda rural en Wallerfield, a unos 40 minutos de Puerto España en automóvil.
Sin embargo, por falta de recursos, los niños no están estudiando. Trabajos ocasionales como albañil de su esposo, Johan, sostienen a la familia.
El temor a naufragar o caer en las manos de mafias de tráfico humano no frena a venezolanos de remotas zonas pobres que, huyendo de la crisis económica de su país, hacen en lanchas pesqueras una peligrosa travesía marítima que deja más de un centenar de muertos y desaparecidos desde 2018.
Norbelys se salvó, pero esta mujer de origen indígena y sus niños pudieron correr una suerte similar a la de los ocupantes de una embarcación que zarpó el pasado 6 de diciembre desde Güiria (estado Sucre, noreste de Venezuela) y que se hundió en vía a Trinidad y Tobago con saldo de al menos 29 fallecidos.
La lancha en la que navegaba en la noche, relata, chocó contra un enorme tronco flotante que casi la vuelca: «Estaba todo oscuro (…). Yo solamente me aferraba a mis hijos».
Uno de los dos motores del barco se dañó, pero «Dios tomó el control», dice con fe.
Los tripulantes pasaron horas en el mar antes de abordar otra embarcación al día siguiente para reanudar el viaje desde Macuro (Sucre), a unos 45 kilómetros de las costas de Trinidad y Tobago.
La ONU estima que más de cinco millones de venezolanos abandonaron su país desde 2015. Unos 25.000 arribaron a Trinidad y Tobago.
«Absoluta desesperación»
Quienes se lanzan al mar lo hacen pese a escalofriantes historias.
Los naufragios no son el único peligro, pues hay denuncias de secuestros y tráfico de personas para prostitución o trabajo esclavo en haciendas o fábricas. Ya en tierra, se enfrentan a las habituales deportaciones ordenadas por Georgetown.
«Nos metieron hacia un bosque, caminamos más de cuatro horas sobre montañas, culebras, espinas», declara a la AFP una mujer que pide reservar su identidad y que dice haber sido secuestrada tras llegar a Trinidad y Tobago en un bote. «Estaban pidiendo dinero».
La liberaron, asegura, cuando su hijo mayor logró escabullirse para llegar a una carretera en busca de policías, con el riesgo de ser deportado.
«Fue una pesadilla. Yo no he superado eso, me da miedo salir a la calle», expresa.
Muchos balseros son indígenas warao, provenientes de la desembocadura del enorme río Orinoco en el venezolano estado Delta Amacuro.
Ante la vulnerabilidad de migrantes como ellos, la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) tiene programas para apoyarles y activistas como Eric Lewis les dan comida y ropa y les ayudan a encontrar techo.
«Hay absoluta desesperación en la gente que viene», comenta Lewis en Moruga (sur). «No tienen opción».
Sin trabajo fijo, Carmen Rojas quiere dejar Trinidad y Tobago. Reconocida como refugiada por la Acnur, sobrevive limpiando ocasionalmente casas o vendiendo hamburguesas y perros calientes en las calles de Icacos (oeste), donde vive con otros venezolanos en frágiles casas con paredes de láminas de zinc.
«Quisiera trabajar y reunir dinero para irme a otro país», confiesa.
«Cada día peor»
«A veces yo quiero regresar, pero por mis hijos no puedo», dice, llorando, Norbelys.
Sus hijos viven en la pobreza, pero su situación era peor en Venezuela. «No hallaba cómo explicarles que no había comida», rememora.
Johan llegó legalmente a Trinidad y Tobago dos años antes que ella. Le enviaba dinero, pero la inflación venezolana es tan violenta (más de 3.000% de enero a noviembre, según el opositor Parlamento) que incluso dispara precios en dólares.
«Lo poquito que les podía mandar, nunca daba», dice este hombre de larga cabellera negra.
Por eso, tras meses ahorrando, acordó pagar 1.200 dólares para el viaje de Norbelys y sus hijos. «Debo 500 todavía», añade resignado.
Norbelys borra la idea de volver al recibir llamadas de familiares que piden ayuda.
«Me dicen: Norbelys, la situación en Venezuela está cada día peor (…), si estuvieras aquí te la estuvieras viendo negra».
AFP