Francisco Corsica
De la noche a la mañana hubo una estampida. Pequeña o grande, fue una estampida. Cerraban de un lado y abrían del otro. Lograron aturdirme por un momento con las notificaciones. Sí: me refiero a WhatsApp y Telegram, las aplicaciones de mensajería instantánea que tanto han dado de qué hablar en los últimos días. La última celebró hace poco que 90 millones de usuarios comenzaron a darle uso este año. Un número importante, sin duda. Cualquier ejecutivo brincaría de la emoción.
El motivo es claro: WhatsApp, más conocida y usada, cambió sus políticas de privacidad, que incluyen la administración de chats en servicios alojados de Facebook. Les pide a los usuarios aceptarlas, de lo contrario, a partir de cierto día ya no tendrían acceso a sus cuentas. Permanecer en ella implica admitir, con o sin conocimiento, las nuevas condiciones. La alternativa consiste en cambiar de aplicación para no quedar incomunicado. Desinstalar una e instalar otra. Ambos pasos se completan en cinco minutos o menos. Telegram y Signal fueron las más beneficiadas en este sentido.
Pero ese es un tema sencillo que desconcertó a millones. Lo simple se hizo
complejo y lo claro se tornó oscuro. La controversia no viene dada por las nuevas políticas internas en sí, porque estos cambios son frecuentes en redes sociales. Los tiempos cambian, las funciones que brindan también. Es normal que deban renovar permisos. El problema recae en cómo se ve afectada nuestra privacidad. A vuelo rasante parece extraño que información alojada en un sitio sea compartida con los servidores de otro distinto, aunque ambos tengan un mismo dueño.
Sobran quienes denuncian la injerencia por parte de las grandes corporaciones en nuestros asuntos personales. Alegan que nos espían, que saben cómo pensamos, que nos venden estrictamente lo que nos gusta, que conocen nuestros datos más elementales y hasta se entrometen en nuestra vida íntima. Ven conspiraciones en cualquier lugar. Básicamente ya no tenemos vida privada para ellos. En parte, tienen razones para pensar así. Imagínense: una persona que domine toda esta data tiene que ser muy poderosa. Se convierte automáticamente en la mejor encuesta de todas.
Conviene adoptar un punto medio en este sentido. Toda red social prevé sus propias condiciones de uso. Todas. Con ellas, sus creadores nos brindan una garantía de que no se tomarán atribuciones que no les corresponden. Representa un piso legal para nuestra tranquilidad.
No pueden hacer otra cosa: recordemos que el artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos lo consagra. Los que las usamos sabemos que compartimos información que nos pertenece con los desarrolladores del servicio. Yo las uso a diario y no vivo pensando que mi identidad digital ha sido vulnerada por alguien en Silicon Valley.
Eso sí: podemos estar seguros de que todo lo que hacemos a través de internet deja una marca permanente. Lo que entra a la red, ahí se queda. Acabar con esa información implicaría deshacerse de todos los servidores. En cualquiera de ellos puede alojarse la información. Que la llamen “la red” no es una casualidad. Detalles así ayudan a fomentar la creatividad de los paranoicos y a engrosar teorías conspirativas.
¡Qué mundo tan dinámico! Un par de palabras nuevas en un documento digital pueden lograr que una empresa gigantesca quiebre y otra crezca como la espuma. Todo por el legítimo miedo a que algo privado se haga público. Respecto a WhatsApp, aunque haya pospuesto hasta mayo la entrada en vigencia de las polémicas políticas, solo puedo recomendar que acepten las condiciones si no quieren que los expulsen de ahí. Igualmente pueden tener junto a ella Telegram o Signal. Se puede servir en un mismo plato ensalada y carne. La vida no siempre es tan rígida.
Retomando el tema de la privacidad, en internet no es absoluta y seguramente nunca lo sea. Muchas veces quienes la violan son nuestros propios conocidos, no las grandes corporaciones. Lejos de perjudicarnos, tratan de brindarnos un excelente servicio y facilitarnos la vida. Nos corresponde, en todo caso, ser más responsables sobre lo que colgamos en la red. Como dice el dicho: el que no la debe, no la teme. Simplemente no colocar aquello que no queremos que sea divulgado. No es fácil, pero es lo más seguro para todos.