Pedro A. Parra P.
“Mi padre era admirable, y casi todos mis recuerdos de infancia y adolescencia se refieren a él. Los violentos golpes que tuvo que soportar abrieron en él una profunda espiritualidad, y su dolor se hacía oración. El mero hecho de verle arrodillarse tuvo una influencia decisiva en mis años de juventud. Era tan exigente consigo mismo, que no tenía necesidad de mostrarse exigente con su hijo: bastaba su ejemplo para inculcar disciplina y sentido del deber”. Así describía el papa Juan Pablo II con aprecio filial a su padre y creo que es la descripción del amor de unos padres para quienes lo más importante, después de Dios, son sus hijos.
Los hijos son la continuación de los padres, pero con su propia personalidad, su propia historia, su propio destino; los hijos son vida de sus vidas; pero los padres tienen que dejar que vivan su vida, con la vida que les dieron y la vida con que los formaron… siempre serán sus hijos, con rasgos, comportamientos y, a veces, hasta gustos parecidos… pero, con sus propias vidas.
Dejemos que el poeta haga rima hermosa de la prosa seria de este tema, en algunas de sus estrofas: “Lo que hay que ser es mejor y no decir que se es bueno, ni que se es malo, lo que hay que hacer es amar; lo libre en el ser humano, lo que hay que hacer es saber, alumbrarse ojos y manos y corazón y cabeza y después ir alumbrando. Lo que hay que hacer es dar más, sin decir lo que se ha dado, lo que hay que dar es un modo de no tener demasiado y un modo que otros tengan su modo de tener algo… Por eso quiero, hijo mío, que te des a tus hermanos, que para su bien pelees y nunca te estés aislado; bruto y amado del mundo te prefiero a solo y sabio” (Andrés Eloy Blanco, Canto a los hijos).
Los padres quieren para los hijos lo mejor, y lo mejor es que sean hijos en el Hijo, que se acerquen a Cristo y lo conozcan y lo sigan, unas veces mediante la palabra, es decir, la oración, y otras, por el pan: la eucaristía. Pero como lo sobrenatural descansa en lo natural, como el atleta se apoya en la garrocha para saltar, mientras más sólido y más elevado sea lo natural, la gracia, lo sobrenatural producirá frutos mejores. Por eso es conveniente formar a los hijos, no solo en la piedad (aunque esto sea fundamental), sino también y simultáneamente en las virtudes humanas (“Lo que hay que ser es mejor”). “Amar lo libre en el ser humano”: Esa formación de los hijos conviene que se realice en el campo abierto de la libertad. La vía violenta autoritaria normalmente no produce sino resultados contrarios a lo que se pretende. Es necesario en la relación entre autoridad y libertad, que exista el amortiguamiento suave de la confianza.
Confianza, tener fe en alguien, y se tiene fe cuando se mantiene una coherencia entre los principios y la vida. “Y después ir alumbrando”: Como consecuencia de esa libertad y esa confianza con que se les ha formado, la responsabilidad brota como brota el agua fresca de los manantiales, y esa responsabilidad es con Dios, con su familia, con sus amigos y con la sociedad entera. Ellos deben dar luz; ellos deben dar doctrina sana, cristiana, familiar a los que les rodean, tal como ellos lo recibieron de sus padres. “Lo que hay que dar es un modo de no tener demasiado”: Darles el valor a las cosas con una inmensa libertad interior de desapego a las cosas. Los padres, si quieren formar a sus hijos en verdaderos valores, deben formarlos en saber vivir en la abundancia, igual que en la escasez.
“Dame ¡Señor!, un hijo que tenga la fortaleza de reconocer cuando ha flaqueado; el valor de enfrentarse consigo mismo cuando sienta miedo. Un hijo que lleve alta la frente en la honrada adversidad de la derrota, y que sea modesto y gentil en la victoria. Un hijo que nunca doble la espalda cuando debe erguir el pecho; que no se contente con solo desear en vez de realizar. Un hijo que sepa conocerte a Ti y se conozca a sí mismo… que es la piedra fundamental de todo conocimiento. No lo guíes, ¡Señor!, te lo suplico, por el camino cómodo y fácil, sino por el sendero áspero, espinoso y difícil, donde las necesidades son acicate y reto para vencerlas. Allí, déjale aprender a sostenerse firme y seguro en la tempestad y sentir compasión por los que fallan.
Dame un hijo cuyo corazón sea caro, cuyos ideales sean altos; un hijo que se domine a sí mismo antes que pretenda dominar a los demás; un hijo que avance hacia el futuro, pero que nunca olvide el pasado; y, después que hayas dado todo esto, agrégale, te lo suplico mi Dios, suficiente sentido del humor, para proceder con seriedad sin tomarse a sí mismo demasiado en serio…” ¡No he vivido en vano! (Mac Arthur).