Por primera vez en tres lustros, el Año Viejo de la Octava Avenida de San Cristóbal no está relleno de pólvora. Son tan altos los precios que Julio Flores, el patriarca de esta tradición, no alcanzó a comprar ni una luz de bengala para sus nietos.
En la “calle del hambre” de barrio Sucre, el solitario monigote que exhiben este año apenas está relleno de papel. “Ya nadie colabora”, expresa su hacedor, Jhon Sandoval, quien se sorprendió con el precio de una gruesa de morteros: millón y medio de bolívares.
Por esto mismo, frente a la casa de Doris Colmenares, en la vereda cuatro de esa comunidad, están recogiendo dinero, a ver si adquieren algo de pólvora para los cuerpos de Homero y Bart Simpson, antes de la medianoche del 31, cuando en el Táchira siempre arden los Añoviejos.
Este diciembre, la austeridad económica también se ha reflejado a la hora de elaborarlos. Franklin Gámez recorrió, sin éxito, toda su vereda, en la parte alta del barrio Las Flores: nadie les regaló ropa porque, con remiendos, los trapos viejos todavía sirven.
Con un bluyín y una franela de los mismos organizadores, una máscara y un sombrero de “hora loca”, armaron el que Gámez llama “el Añoviejo del hambre”. Toca cuatro y yace rodeado de una colecta que puede llamar a engaños: mucho billete, pero de las antiguas denominaciones de diez, veinte y cincuenta bolívares. Con lo que sí pueden estar tranquilos es con la pólvora, que les donaron tres comercios de la zona.
Una zona, Las Flores, que era referencia por la alta calidad de los Añoviejos -sobre todo con motivos infantiles-, de la avenida principal entre carreras 3 y 4. Inédito: este año no habrá tradición, lamenta Jesús Felizola, uno de los jóvenes organizadores que sacaron cuentas, concluyeron que los materiales están carísimos y prefirieron invertir algo en comida. Además, varios de los colaboradores se fueron del país.
La migración, uno de los temas del 2017 que termina, inspiró a Julio Flores para su representación de este año en la Octava Avenida. De hecho, dos de sus cuatro hijos emigraron este año hacia Colombia y en 2018 seguirán camino hasta Argentina y Chile. “Es como si le desprendieran a uno algo del organismo”, compara.
Los Flores Quintero, en familia como hacen siempre, representaron a una mujer que se despide con maletas y pasaporte en mano, la taquilla para sellarlo y hasta un autobús, que llamaron “Expresos de Venezuela”. Lo lograron acaparando, desde hace meses, materiales de reciclaje y recibiendo regalos de cartones y pinturas de diferentes colores.
Este bus de la diáspora requerirá gasolina, si acaso, para arder el 31, cuando suene el cañonazo. Pero donde sí se pueden surtir sin cola y sin chip es en el sector Prados del Torbes, antes del túnel de Santa Eduviges. Allí la comunidad elaboró un surtidor, con sus mangueras y la gorra del bombero.
Otro tópico que no podía quedar fuera del ingenio popular es la economía. En la carrera 12 de La Concordia, Yesenia Soto y los suyos crearon, con bata blanca y todo, al dueño de la “Carnicería El Ladrón”.
Este Añoviejo exhibe precios diferenciados de la carne de res por transferencia, por punto y en efectivo. No acepta avances en efectivo, pero al lado tiene una maleta azul con precisamente eso y con un letrero que advierte el destino: “Vía Norte de Santander”.
“Eso de los precios es verídico”, o “muy bien”, le han dicho los transeúntes de La Concordia. Soto, que sufrió para completar el dinero de la carne de res para sus hallacas, lo sabe. Y su carnicero, que ya pasó por la zona y se echó a reír cuando vio el muñeco, también.
Con menos y más sencillos Añoviejos en el paisaje de la San Cristóbal metropolitana, la tradición se mantiene. Y los que más disfrutan, como siempre, son los niños, como el nieto de Doris Colmenares o el hijo de Yesenia Soto. Quienes la mantienen, eso sí, tomarán algunas previsiones derivadas de la crisis: por la Octava Avenida recogerán las pelucas de las viajeras y por barrio Sucre retirarán la máscara y la corbata del muñeco antes de prenderles fuego y despedir así, simbólicamente, un año que se va.
Texto: Daniel Pabón / Fotos: Jorge Castellanos