Pedro A. Parra
Esta historia es cierta; no me la contaron; faltando poco por cumplir mis 80 años, le pedí a un muchacho a quien apreciamos mucho en la familia, y, lo tratamos como sobrino, Wilmer y, es muy colaborador y serio, que fuésemos hasta La Parada, territorio colombiano por las trochas, con Dios como guarda-espalda y nuestra respectiva cédula de identidad. Tenía unos grandes deseos por conocer esa realidad personalmente; me la habían contado, pero, no podía creer tanta iniquidad, afrenta al ser humano, deshonor, depravación, ignominia, indignidad, ofensa, ruindad, vileza y, violación no de los Derechos Humanos, sino de todos los derechos que un ser, un ciudadano hombre o mujer, pudiesen tener sobre la tierra.
De verdad… fue un verdadero viacrucis. Llegamos a San Antonio del Táchira, guardamos nuestro vehículo en un estacionamiento donde me conocían, y, a buscar la entrada de la trocha por donde debíamos transitar, nos indicaron que esa estaba cerrada y nos señalaron por donde deberíamos pasar; de pronto apareció un joven que dijo que a él lo conocían todos por allí, que por 5.000 pesos nos llevaba hasta La Parada, y, accedimos, se veía serio y creímos en él. Empezamos a pasar por caminos de piedra y arena, caminos estrechos, verdaderos atajos; vientos fuertes que a veces creíamos que nos desplazaban; empecé mi labor “periodística”, a preguntarle por unas construcciones de planchas de zinc, que parecían “baños de vapor” por lo caliente de la zona; me explicaba el joven que eran habitaciones que alquilaban para vivir allí y el pago era mensual de 150.000,00 pesos.
No le creímos; era muy alta esa cantidad; de pronto, nos dijo que aguardásemos allí ya que iba a conversar con un teniente de un componente militar del ejército acantonado en ese sector, para que nos indicara por dónde podíamos pasar mejor; nos pareció muy extraño, pero, con las debidas precauciones accedimos a esa sugerencia. El joven salió y, al poco rato un hombre trigueño, rudo en sus ademanes, con una pistola suelta en el cinto, en una moto, lo interceptó y le preguntó qué estaba haciendo. Él le contestó que buscando la manera de pasarnos para el otro lado; el motorizado lo increpó diciendo que esa parte era muy peligrosa, y, qué pretendía él con eso, que lo iba a detener, pero que por los momentos trotara hasta que él se lo indicara.
Estábamos pensativos; nos indicó este motorizado que lo esperáramos, y, así lo hicimos; a la media hora apareció y nos indicó que lo siguiéramos, y, así fue. En ese recorrido veíamos oleadas humanas pasar de un lado para otro; llegamos a un sitio en territorio venezolano que, en un árbol –como en los tiempos de Robin Hood y Arizona-, había un letrero que decía: “Se prohíbe el uso de celulares y tomar fotos”. Eso era un mercado persa: gente cobrando por pasar sobre un puente echo por ellos de tablas pequeñas y sacos de arena en sus extremidades; personas con grandes carretillas cargadas de chatarra (como lo están leyendo) hasta el tope, gritando para no llevarse a la gente por delante; jóvenes y adultos llevando grandes sacos de mercancía que, parecían que le iban a quebrar la espalda, los cuales eran abiertos por gente con cara de funcionarios y también de gente extraña armada; todos cobrando su mascada.
Fue un trayecto sencillamente endemoniado; habían caseríos en donde niñas y niños desde los doce (12) años estaban comercializando con su cuerpecito aún no formado; drogas; personas de todas las edades locas por llegar a su destino; niños a quienes sus padres o no sé quién, les enseñaban a comenzar a aprender el oficio de “cargadores”. Era un verdadero asco; miseria humana, perdición; corrupción, droga, irrespeto por la condición humana; eran animales prestados o aprendiendo a ser humanos.
Vine asqueado; atolondrado; no era posible ver tanta porquería junta; la vida en esos sitios no vale nada, absolutamente nada; es una verdadera desgracia. ¡En eso estamos convertidos!, o mejor, ¡en eso han convertido nuestras fronteras! Allí el tiempo pareciese que estuviese pasando sin importarle a nadie nada, sino ganarse unos pesos o unos dólares para resolver sus problemas; allí –me perdonan la expresión- la dignidad se la comió un burro por paja. Me ha dado una profunda tristeza ver, sobre todo a esas niñas aún no formadas o a esos niños comenzando a vivir, vendiendo sus cuerpecitos por 15.000 o 20.000 pesos. ¡Esto no puede continuar aconteciendo! ¿Cómo es posible que nadie se conduela de estos venezolanos? En esa frontera, todo es mafia; vagabundería, corrupción, ventas ilegales, matraqueo, abuso, sexo, violencia, angustia, desesperación. ¡Y, ¿nuestras autoridades nacionales y regionales?! ¡Allí están! Gracias.