«La comunicación es una calle de doble vía; es decir, que no sólo necesitamos expresar lo que pensamos, lo que sentimos o experimentamos, sino que también debemos aprender a escuchar con respeto y atención lo que dicen los demás”. El anterior es el fragmento de un texto publicado en un viejo ejemplar de la revista Estampas. Esas que están disponibles en las salas de espera de los consultorios médicos para aliviar el tedio de los pacientes. Preceptos tan sencillos hacen falta en los procesos de comunicación humana. La aplicación es indispensable, sobre todo en la interacción diaria a través de las redes sociales. En tales espacios resulta imposible confrontar ideas, discutir con respeto, rebatir argumentos, contradecir opiniones o potenciar el intercambio dialógico crítico. A las primeras de cambio, surge la descalificación personal, la ofensa agresiva o la denigración artera contra el interlocutor de turno. Es fácil lanzar dardos mortíferos a diestra y siniestra, por el simple hecho de manejar ideas contrarias al usuario. Muy pocos manejan argumentos para contradecir las propuestas y enfatizar las ideas propias.
Dicen que Winston Churchill recibe la invitación para el estreno de una obra teatral con una nota: “Aquí le envío dos entradas. Una para usted y otra para un amigo… si lo tiene”. El líder británico responde con sagacidad e inteligencia: “Lamento no poder asistir al estreno de la obra. Prometo asistir a la segunda función… si la hay”. Tal vez la anécdota no sea históricamente cierta. Pero sirve para referenciar una forma correcta, firme y educada de responder frente a un cuestionamiento solapado. El artista recalca con ingenio la soledad del poder y la falta de lealtad en esos cargos. El estadista pone de relieve el escaso talento del primero. En ninguno de los casos hay descalificación cobarde del otro. El uso público de la palabra no implica la denigración del interlocutor. La dialéctica de la comunicación implica el uso de argumentos para apoyar o rebatir las ideas. Se confronta el mensaje. No se ataca al mensajero. Pero es muy complicado internalizar esa premisa tan elemental y necesaria para la buena comunicación. La tolerancia no suele ser la carta de presentación de la mayoría de interlocutores, aunque se autodefinan como tales.
Hágase una comprobación sencilla. Consulte un artículo de opinión en cualquier periódico digital de Venezuela. No importa la temática. Note la diferencia entre los argumentos del autor y el talante agresivo de los comentarios al pie de página. Ni las notas deportivas o culturales escapan al torneo de improperios y descalificaciones, por el simple hecho de no compartir una idea. Incluso, en medios internacionales se puede verificar la misma tendencia. El estado de crispación colectiva se exacerba de manera exponencial en redes sociales. Allí se recrimina sin contemplación a cualquiera por una sencilla falta de ortografía. En temas polémicos predomina la grosería y la falta de sindéresis a la hora de contrarrestar un argumento. La lección más elemental sobre comunicación recalca la retroalimentación entre receptor y emisor. Pero se trata de una práctica muy en desuso en la actualidad. La virulencia en el discurso suele atribuirse a los demás. Los actos ofensivos propios quedan exentos de cualquier examen. Según Milan Kundera, los seres humanos tienen el deseo innato e indomable de juzgar antes que de comprender. [email protected]
(José de la Cruz García Mora)