EL DATO
Los vendedores informales, de ambos lados, se quejan del trato de algunos funcionarios. Aseguran que no es el más adecuado
Jonathan Maldonado
La mayoría de puestos informales armados en San Antonio del Táchira están ocupados por migrantes internos —personas que vienen de otros estados de Venezuela en busca de mejores oportunidades—. En La Parada, Colombia, el escenario es similar, los vendedores viven del lado venezolano, pero laboran en piso neogranadino.
Estos grupos tienen varios años asentados en la frontera, aguantaron la desolación generada por la pandemia, se reinventaron dentro del mismo nicho informal para sobrevivir y, en la actualidad, retornaron a sus antiguos puestos para buscar las ganancias aportadas por el flujo de ciudadanos que entra y sale de Venezuela.
Desde la reactivación del paso peatonal por el puente internacional Simón Bolívar, el pasado 25 de octubre, el número de informales establecidos ha ido en ascenso. Las calles cercanas a la avenida Venezuela, en el municipio Bolívar, o la vía cercana al tramo binacional, en La Parada, en Villa del Rosario, lo evidencian.
Los productos que ofrecen son variados. Algunos se enfocan en las chucherías, cigarros, refrescos y agua, siendo las bebidas las que más salen frente al abrasador sol de la frontera. Hay horas en las que el “catire”, como también se le llama a esta estrella, raya en lo fatigoso e insoportable, lo que empuja al transeúnte a buscar cómo calmar la sed generada.
También están los que venden desayunos variados: el famoso tequeño, relleno de queso; la infaltable empanada, la tradicional papa rellena y los reconocidos pastelitos. Estas comidas salen, sobre todo, en horas de la mañana, cuando el ciudadano que arriba a frontera, lo primero que hace es buscar dónde tomar el desayuno.
En la calle 4, con carrera 5, a escasos metros de la avenida Venezuela, pululan los vendedores informales. La mayoría, al preguntarle de dónde proviene, recalcaba que no eran del Táchira. Un buen grupo es de Yaracuy, otro de Miranda, Caracas y Aragua. En esa vía, cientos de personas cruzan a diario para llegar a la avenida y, posteriormente, al paso formal.
Los gritos de los vendedores se confunden con quienes ofrecen servicios de transporte -legalmente constituido y pirata- en la reconocida arteria vial que conecta con la aduana principal de la ciudad. San Cristóbal es el destino más frecuente de quienes retornan a Venezuela. Desde ahí se embarcan a otros destinos del país o de la misma región andina.
En las cercanías al puente internacional, detrás de las vallas metálicas, lado colombiano, se observa el primer grupo de vendedores. Todos son venezolanos y ofrecen frutas -manzanas, peras y mandarinas-, o el muy solicitado bocadillo, ya sea de guayaba o combinado, así como las tradicionales bebidas para saciar la sed generada por el intenso calor de la zona.
Ya más adentro, en el corazón de La Parada, los puestos abundan y los productos exhibidos varían en cada tarantín improvisado. Las transeúntes se detienen, miran, preguntan el precio y, dependiendo del valor y de la urgencia, deciden si adquieren o no el producto. No se detienen.
“Tuve que trabajar en la trocha”
Flor María Abril, de 29 años, tiene seis años en la frontera colombo-venezolana. Hace más de un lustro abandonó su tierra, Puerto La Cruz, bajo la compañía, amparo y bendición de su madre. En ese entonces, su primogénito estaba de brazos. El cambio fue duro, pero ha resistido los embates.
Para Abril, lo más difícil ha sido enfrentarse al tiempo de pandemia. Con el cierre de los puentes binacionales, el pasado 14 de marzo de 2020, su vida cambió drásticamente. Se vio de manos cruzadas, pues por el tramo formal ya no circulaban los venezolanos, su principal clientela.
La necesidad la llevó a adentrarse a las trochas, donde por más de un año estableció su puesto: “vendía tapabocas y antibacterial”, dijo, al tiempo que relataba las peripecias que pasó: “cuando no era la policía que lo corría a uno, era algún conflicto que nos hacía salir de la zona”, agregó.
La joven tiene dos niños, uno se seis y otro de un año. El menor nació en frontera. “Cuando llegué, hace seis años, vendía limonada y dulces, era un poco más rentable por el gran flujo de gente que había en ese entonces”, prosiguió, para luego dejar claro que siempre ha vivido en San Antonio, en un sitio en alquiler, que paga junto a su progenitora.
Ya Abril dejó las trochas y se instaló, nuevamente, en las cercanías del puente Simón Bolívar, donde también ofrece tapabocas y antibacterial. Se le ve más tranquila. En su regazo tenía a su niño menor; el mayor, quien estudia en Villa del Rosario, estaba con su abuela. “Mi mamá me presta mucho apoyo, siempre estamos juntas”, soltó.
“Vivo en San Antonio. El alquiler es casi lo mismo, con la diferencia que los servicios no los incluyen, y lo hace un poco más económico. Lo más difícil que he vivido acá es el tiempo de pandemia, ya que no pude estar aquí”, reiteró mientras vendía dos paquetes de tapabocas, cada uno en 5 mil pesos.
Cuando la vendedora informal laboraba por los caminos verdes, “la venta era poca, pues por allí nadie está pendiente de que se use el tapaboca. Ya por el puente es diferente, pues su uso es obligatorio y las autoridades siempre lo andan recordando”, apuntó, sentada en una acera y muy pendiente de su tarantín.
Abril ruega porque el dinamismo por el tramo no se detenga, que la pandemia no vuelva a provocar un cierre del puente, pues ve más cómodo el tener que trabajar en este punto y no en las trochas… No ha regresado a su ciudad natal, lo anhela y visualiza. “No es fácil estar acá, no era como lo pintaban, pero reconozco que se hace más y se puede vivir”.
La chica, cuando salió de su hogar, llevaba consigo el título de técnico en Higiene y Seguridad. Nunca pudo ejercer. “Mi mamá es colombiana de nacimiento y le ha constado reinsertarse, tras más de 40 años viviendo en Venezuela, ahora que regresó a su país”, subrayó a modo de colofón.
“Hay momentos buenos y malos”
El mes de diciembre fue bastante rentable para Liliana Jurado, de 27 años. Hubo jornadas en las que lograba vender hasta 800 mil pesos. Su tarantín está ubicado a pocos metros del puente internacional Simón Bolívar, donde ha visto los virajes de una frontera que ha recuperado en algo su dinamismo, tras el restablecimiento del paso peatonal.
El puesto de venta está bien surtido. La diversidad de chucherías lo hace llamativo para el ojo de los transeúntes. A cada momento, los clientes se acercaban, lo que obligaba a detener la entrevista. Una vez atendía a la persona, retomaba la conversación. “Todos mis clientes son venezolanos, nos debemos a este flujo”, puntualizó.
La joven tiene ocho años trabajando en la informalidad de La Parada. Es colombiana y comparte a diario con decenas de vendedores venezolanos que hacen vida en la frontera. “Uno acá ve de todo. Gente que llega llorando porque no tienen dinero para seguir, mientras otros llegan más solventes y son los que gastan, compran”, destacó.
Con el arribo de la pandemia, “muchos negocios quebraron, yo seguí vendiendo lo que podía, pero desde mi casa, aquí mismo en La Parada”, aseguró mientras indicaba que a los meses, cuando bajó la tensión, algunos, “fuimos buscando la opción de regresar a la zona”, y los transeúntes que pasaban por el canal humanitario, fueron en ese momento sus clientes.
Jurado llega a su puesto de trabajo a las 6:00 a.m., hora colombiana, y se retira a las 7:00 p.m., ya cuando el tránsito de retorno a Venezuela baja considerablemente, pues el puente cierra a las 8:00 p.m., hora venezolana, para ingresar a San Antonio del Táchira. “En estos días de enero, vendo 300 mil pesos al día; no está mal”, sentenció.
Otro punto que le sigue causando conmoción a la joven es la cantidad de mujeres que aún venden su cabello para obtener algo de dinero. “Se ve que la desesperación, a causa de la necesidad, las lleva a eso”, manifestó.
“Vendo al día 300 tequeños”
Jeinnsy Vásquez, de 22 años, llegó a la frontera cuando apenas estaba entrando a su mayoría de edad. Dejó su estado Miranda en compañía de su madre, quien falleció en San Antonio del Táchira tras complicaciones en su salud. “Murió de tuberculosis”, soltó sin ahondar más en tan doloroso momento.
Vásquez, pese a su corta edad, sale al ruedo laboral con mucho optimismo. Luego de la reactivación del paso peatonal, regresó a la calle 4, con carrera 5, cerca de la avenida Venezuela, con su carro para vender tequeños. “Yo mismo compro los ingredientes en Cúcuta y los preparo”, aseveró.
Frente a su clientela, los va friendo para que estén aún calientes cuando el comensal se disponga a degustarlos. “La mayoría de ventas se registran en horas de la mañana, cuando la gente busca algo para desayunar”, señaló en compañía de dos amigos, quienes participaban, en ciertos momentos, en la entrevista.
Mientras estuvo el puente cerrado, Vásquez se sumó al grupo de “trocheros”. Pasaba mercancía o maletas al hombro por los caminos verdes, un trabajo que, además de arriesgado, va deteriorando la salud de quienes lo ejercen por el frecuente peso que pasan por las sinuosas rutas.
Cuando los días son buenos, vende como mínimo 300 tequeños, cuando no hay mucho movimiento, la cifra se acerca a los 60. En el instante de la conversación, el reloj marcaba las 2:30 p.m., y algunas personas seguían acercándose a comprar. “Vale 1.500 pesos, barato”, profería el joven mientras sacaba otros tequeños, ya doraditos, del aceite.
“Soy de Yaracuy”
El puesto de María Pérez, de 35 años, está ubicado muy cerca del carro de tequeños de Jeinnsy Vásquez. Entre ellos se echan broma y pasan el rato conversando para amenizar su jornada laboral. La calle 4, del barrio Lagunitas, es bastante concurrida, lo que le permite tener frecuentes ventas.
Pérez tiene un amplio puesto de venta de chucherías, cigarrillos, refrescos y agua potable. La organización del mismo le garantiza que cada producto sea avistado con facilidad. “Tengo tres niños para atender. Mi esposo y yo trabajamos arduamente por ellos”, manifestó desde la comodidad de la silla donde descansaba su humanidad.
Hubo un tiempo en el que la ciudadana se vio en la necesidad de regresar a su estado, pero tuvo que retornar a la frontera, ya que el panorama económico en la referida región es muy lóbrego y no les da para sobrevivir.
“Nos exigen tener todo limpio y uno cumple. Los vecinos también son de Yaracuy”, dijo con cierto orgulloso. El trato con sus otros compañeros de trabajo es de respeto y armonía. Un familiar de su esposo tiene poco tiempo de haber llegado de Yaracuy, viene a probar en la frontera. “Él va a trabajar como trochero”, dijo.
María Pérez desea seguir laborando en la zona en la que se halla. Ruega a la Providencia que el puente no vuelva a ser cerrado, ya que el flujo de personas ayuda mucho a que las ventas se mantengan y los pesos sigan entrando.