Dicen que todo tiempo pasado fue mejor, y aunque muchos tengan en el recuerdo los símbolos de otras épocas donde se respiraba mayor prosperidad, hay oficios que se niegan a salir de circulación y trabajadores que mantienen la dedicación a aquello que durante décadas les ha dado de comer, pese a que los tiempos de crisis, pandemia y otras dinámicas cotidianas más modernas amenacen con extinguirlas
Seis horas diarias camina y empuja un carrito de helados Crispín Vil, un vendedor dedicado al oficio desde hace 31 años, cuando llegó al país proveniente de su natal Haití, en busca de un futuro mejor.
A las 9:00 am sale de Capuchinos para recorrer las calles del centro de una Caracas muy distinta a la ciudad próspera y moderna que a su llegada conoció. Va de Capitolio a Carmelitas, Nuevo Circo, San Agustín, Puente Hierro, El Cementerio y Quinta Crespo caminando sin apuros con el tilín característico de las campanas que lo identifican como el carrito del heladero. Aunque hace unas décadas era uno de los personajes más esperados, hoy los compradores son difíciles de conseguir, pues la falta de efectivo tanto en dólares como en bolívares obstaculizan las ventas.
«A veces pasa un mes y no vendo nada, porque estos helados son caros», y resalta que la falta de un punto de venta y los abundantes emprendimientos en casas o negocios que ofrecen paletas o barquillas más baratas, dejan poco chance para vender a los tradicionales heladeros que se aferran a su labor.
Desde su llegada al país en 1991, Crispín solo se ha dedicado a vender helados y recuerda con nostalgia la época de abundancia de otra Caracas, cuando niños y adultos rodeaban el carrito pidiendo los helados más conocidos de la época. «Ahora me preguntan si vendo bambinos, que son los más baratos».
Parte de la lucha contra la extinción del oficio que mantienen Crispín, y otros siete paisanos suyos dedicados a lo mismo, es invertir dinero del bolsillo propio para comprar mercancía en panaderías y cadenas de farmacias, que luego revenden y así seguir activos en las calles, aunque para muchos eso signifique «comer una vez al día y sufrir dolencias nocturnas por el desgaste físico del trajín diario».
«Antes éramos más, pero muchos han tenido que abandonar la tarea y hasta el país, para emprender de nuevo en otro lugar, porque es difícil hacerlo aquí», dice Crispín.
Orlando Rincón trabajó 20 años como asistente de producción en RCTV y obtuvo varios papeles en el programa Radio Rochela. Tras el cierre del canal, Orlando pasó por varios oficios hasta que llegó a los helados, gracias a un amigo que vendía raspados. Con el tiempo, se hizo de su propio capital y hoy vende helados en la plaza El Venezolano, donde le alquilan un punto de venta y mantiene las ventas estables.
«Los días regulares se hacen de $12 a $15. En los días buenos se puede llegar al doble. Por lo menos gano más que un sueldo mínimo», destaca el vendedor. Asegura que, aunque las ventas de helados económicos prevalecen por doquier, «todavía hay mucha gente que dice: Yo no quiero un helado chimbo y eso nos mantiene en el negocio».
Trabajos que salvan
Víctor Manuel Burguillos se sienta todos los días frente a la santamaría de un local en Capitolio, con su caja de limpiar zapatos, oficio que ejerce desde hace 30 años. En 1992, trabajaba como reciclador de aluminio y así mantenía a su mamá. «Tras el (intento de) golpe de Estado de ese año, la ciudad era un caos y me quedé sin trabajo. Le dije a mi madre que de hambre no moriríamos y construí mi primera caja para limpiar zapatos, que nos sacó adelante y nos dio de comer», recuerda con melancolía.
En sus inicios, iba y venía a pie desde su casa en Artigas hasta Altamira puliendo zapatos, principalmente a hombres con trajes que abundaban en la época.
«En aquel entonces yo era millonario limpiando zapatos y llegaba con bolsas de comida para la casa. En mi primer día hice un millón; nunca había tenido uno en mis manos. Ahora agarro más que eso y es más poquito», cuenta el lustrador.
Víctor dice que el negocio ha decaído porque casi nadie manda a limpiar zapatos, hay menos ejecutivos y la mayoría usa zapatillas deportivas, aunque para estos ofrece servicio de cepillo y jabón que blanquean la goma. Señala que hay días en los que solo hace una limpiada y se gana $1 (Bs 5), con lo que compra dos kilos de cambur y dos canillas para la cena. «Si no hago nada le pido a la vecina que me salve, porque yo recibo la caja del CLAP, pero tarda hasta cuatro meses en llegar».
A pesar de lo difícil que es mantenerse activo con una labor que amenaza con desaparecer, todos los días Víctor Manuel está en el lugar de siempre, frente a la misma santamaría esperando clientes para hacer lo que más sabe: pulir zapatos. Otra veces va recorriendo lugares como Capitolio, Plaza Caracas y la plaza El Venezolano hasta llegar a La Candelaria, en busca de clientes y de rastros de la ciudad que siente que perdió.
Paolo José Rivas pule zapatos en la entrada del Pasaje Zingg desde hace 48 años. En el año 73, unos vecinos de El Guarataro lo invitaron al lugar donde trabajaban y tras aprender el oficio y ver la oportunidad de quedarse en el sitio, no lo pensó y se instaló. Desde entonces no ha parado de lustrar zapatos con la misma dedicación del inicio.
Su apariencia elegante de pantalón y zapatos de vestir refleja el resultado de su trabajo, tan impecable como reconocido. No en vano, media docena de medios de comunicación han reseñado su historia, por lo que su nombre y el parecido que tiene con el cantante Oscar D’Leon, han cruzado fronteras hasta llegar a Miami, Europa y Colombia. Zulvyn Díaz
Tal Cual