Leópolis, Ucrania | AFP | En Leópolis el ulular de las sirenas que advierten de un bombardeo inminente ya no tiene el mismo efecto que hace un mes, al inicio del conflicto en Ucrania.
Cada día los voluntarios que cosen redes de camuflaje para la guerra son más escasos. Ahora un refugio contra las bombas que está cerca de una plaza de juegos para niños parece anodino y es un detalle más del paisaje de la ciudad.
La ciudad de Leópolis, en el oeste de Ucrania, había estado relativamente a salvo de los combates, pero ahora, que es un blanco en el conflicto, está sumida en un nuevo ritmo de vida.
El alcohol está prohibido, la vida nocturna está lastrada por el toque de queda por la ley marcial y las calles están llenas de puntos de control de los militares.
Pero los residentes de esta ciudad, famosa por sus cafés, su afición al ajedrez y por su cultura, se han adaptado hábilmente a las restricciones de los tiempos de guerra.
“Es difícil, tenemos una gran carga en nuestros hombros”, admitió el jueves el alcalde de la ciudad, Andriy Sadovyi, antes de afirmar que pese a todo, “la ciudad sigue su vida”.
Una guerra larga
Los primeros días de la guerra en Ucrania estuvieron marcados por la incredulidad y por la conmoción que provocó el conflicto, para que luego se instalara un desafiante espíritu nacionalista a medida que militares y civiles se preparaban para repeler el ataque.
Pero cuando el conflicto se adentra en su quinta semana y el avance de los rusos parece estar estancado y las tropas de Moscú siguen en las afueras de las ciudades del este, hay una creciente impresión de que esta guerra es como una maratón y no una carrera de sprint.
Leópolis se mantuvo al margen de la violencia que azotó en un principio al país y ahora está confrontada a preocupaciones de la vida cotidiana.
En la mañana un vendedor de café calienta la leche en su carro callejero. A la vuelta de la esquina un grupo de soldados sale de un autobús portando una bandera ucraniana con un crespón negro: se dirigen al funeral de un militar muerto.
En los mercadillos abundan los juguetes que representan a hombres armados y fuera de la librería científica Vasil Stefanik la policía todavía impone multas de tráfico.
A veces soldados armados realizan controles de identidad.
“Lo que yo puedo contar es que hay una guerra”, comenta Mijailo, un hombre de 70 años que pasea por el parque Ivan Franko. “La gente se acostumbró a este nuevo ritmo de vida y se adaptó”, indicó.
En los primeros días de la guerra cerca de 500 voluntarios llegaban a una galería del centro de la ciudad para tejer redes de camuflaje para las instalaciones militares. Ahora unas 100 personas se presentan cada día.
Siempre hay una tetera hirviendo y los voluntarios se reconocen entre ellos con una actitud cercana a la algarabía.
En la entrada de la instalación una joven voluntaria toca un ukelele y otra dibuja en una libreta el horizonte de Leópolis.
Pero en medio de esta calma, a la derecha y a la izquierda hay sacos de arena que recuerdan que hace una semana la ciudad fue golpeada por primera vez por un bombardeo, que no dejó víctimas.