Frontera

La otra cara de la migración: la prostitución

29 de marzo de 2022

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 EL DATO

En el grupo que las cinco mujeres frecuentan a diario para laborar, también hay colombianas que hacen lo mismo


Jonathan Maldonado



 Eran cerca de las 09:00 de la mañana, hora colombiana. Cuatro mujeres venezolanas esperaban sentadas en la fachada de la casa donde viven arrendadas, en el sector de La Playita, en La Parada, Colombia, para relatar sus experiencias como migrantes y, en especial, sus vivencias como prostitutas, oficio que desempeñan para subsistir. La quinta del grupo arribó a los pocos minutos.
De día, la mayoría descansa, atienden a sus hijos y “matan tigritos”, frase usada en Venezuela para hacer referencia a los diversos oficios que emprende alguien para obtener ganancias. Ya entrada la noche (7:00 p.m.), se dirigen a su lugar de trabajo, situado al aire libre, cerca del Templo Histórico, en el municipio Villa del Rosario.
La casa donde viven, cuyas paredes verdes de la fachada le dan un realce a la vereda, aún con calles de tierra, tiene varias habitaciones, algunas improvisadas con sábanas que fungen como paredes para marcar la privacidad de quien duerme en ese punto. Otras tienen la comodidad de estar en un cuarto con paredes de concreto, pero pagan un poco más.
Todas se mostraron desinhibidas, sin tapujos para hilar las escenas que han experimentado en un mundo plagado de peligros. Ninguna de las preguntas les resultó incómoda, pese a que les hacían recordar instantes que no han sido tan agradables y que han marcado parte de su existencia.
Sexo por necesidad
“Me ha tocado salir a la calle a revolucionar, pues, a prostituirme para darle de comer a mi hijo, y mandarle a mi madre y a mis hijas en Venezuela”, soltó I. Millán, de 37 años, quien arribó a La Parada hace ya cuatro años, proveniente del estado Nueva Esparta. “Al principio vendí agua, café y refrescos, pero no me dio resultado”, dijo.
Millán fue la primera en conversar con el equipo reporteril de Diario La Nación. Lo hizo cerca de su habitación, armada con sábanas. “Llevo aproximadamente dos años prostituyéndome”, prosiguió, al tiempo que calificó de violento el oficio que desempeña. “Hay momentos en los que los hombres no quieren colocarse el condón, pero igual hay que hacerlo…Pa`lante”, confesó.
A. Cisneros es compañera de residencia de Millán. Tiene 30 años, y llegó hace dos años al corregimiento neogranadino. Desde el inicio, al ver que no conseguía empleo, empezó a vender su cuerpo. “Me vine con mis hijas y tenía que responder; entonces, me fui con las muchachas a la calle y hago mi plata para pagar el arriendo, vestir a mis niñas y darles estudio”, recalcó.
Cisneros se acomodó en el piso de la vivienda para entablar la conversación. “Es fuerte vivir así”, aclaró, quien mantiene el anhelo de echar raíces más adentro de Colombia, con un trabajo en donde pueda estar “más pendiente de mis hijas. La menor tiene tres añitos y se me hace muy difícil dejarla con otra persona”,  señaló.
Peligros latentes
D. Chaparro es consciente de los peligros que corre a diario en la calle. Llegó a La Parada cuando tenía 24 años; hoy cuenta con 30, de los cuales cuatro se los ha dedicado a la prostitución. “Es muy complicado. A veces hay hombres que llegan borrachos, drogados, y uno debe estar muy alerta”, apuntó.

Chaparro es oriunda de la ciudad de Valencia, estado Carabobo. “Me vine con mis hijos”, acotó, para luego narrar el momento en el que un cliente “quiso hacerme todo a la fuerza, y cómo se le dice que no, si necesitaba el dinero”. Otro punto que reflejó es la camaradería que existe entre sus compañeras. “En otra ocasión no me querían dejar salir de un carro y ellas me ayudaron”, aseveró.
La comunicación ha sido vital entre ellas para mantenerse resguardadas y cuidadas. “Casi siempre andamos cerca para defendernos, en el caso de que se nos presente algún altercado”, subrayó quien, en los dos primeros años, intentó trabajar en otros oficios informales, incluyendo el reciclaje, pero “de vaina nos alcanzaba para comer”.
A. Piña, de 30 años, tiene poco tiempo en la zona, en comparación con sus compañeras. Se vino desde Barquisimeto, estado Lara, hasta la frontera, caminando, de mochilera. “La travesía —emprendida hace año y medio— duró cuatro días”, especificó mientras recordaba el momento más traumático que ha vivido.
“El evento más difícil que he tenido en la prostitución fue estando en El Rosario, con un cliente que me llevó a un hotel y sacó una pistola, pues quería determinada cosa conmigo, y yo no me sentía disponible; entonces me amenazó y fue prácticamente como una violación”, manifestó, quien dejó claro que la necesidad la ha llevado a esto.
La joven, cuando vivía en Venezuela, logró estudiar hasta el tercer semestre de Psicología, carrera que le gustaría retomar si la vida le concede esa oportunidad. “Tengo tres niños y dos hermanos menores que están a mi cargo”, enfatizó Piña con su humanidad descansando sobre un mueble, algo roído, que posee la residencia.
“Cobramos por el ratico”
G. Montoya, de 25 años, es la más joven del grupo de las cinco migrantes venezolanas que residen en una misma casa y se dedican a lo mismo: la prostitución. “Como soy bonita, la gente me lo dice – risas–, cobro hasta 50 mil pesos por 15 minutos, que es el tiempo que siempre ofrecemos por el servicio”, precisó.

Gabriela Montoya, migrante de 25 años. (Foto: Jonathan Maldonado)

Montoya, dos días a la semana, dedica algunas horas a un curso gratuito que le ofrecieron, y con el que espera dejar la prostitución una vez logre montar su emprendimiento. “A mí los clientes me llaman, casi no salgo a buscarlos. En mi caso, estoy disponible a toda hora, excepto cuando voy al curso”, resaltó.
La chica suma siete años en La Parada, de los cuales los últimos tres se los ha invertido a la prostitución. “Yo tenía mi pareja, pero era muy mujeriego y agresivo”, contó, al tiempo que contrastaba aquellos episodios con los actuales, donde la agresión y violencia no se han esfumado, ya que hay clientes que no se miden.
Millán, entretanto, cobra 30 mil pesos por los 15 minutos. “Si la gente quiere más tiempo, debe pagar más”,  aclaró, quien es la mayor del grupo de cinco que, a diario, buscan sus clientes en la calle, y se exponen a cualquier situación. “Máximo atiendo a cuatro personas en la jornada. A la medianoche retorno a la casa”, esgrimió.
Para asegurar el dinero, la mayoría de ellas cobra por adelantado. “No se supera el tener que estar con cualquier hombre, pero al mismo tiempo no voy a permitir que mis hijos pasen hambre, para eso tengo la mina”, soltó Montoya, para luego dejar fluir una carcajada que le salió de los más hondo de su ser.
Miedo al rechazo
El temor de ser juzgadas por sus allegados y, en especial, por sus familiares e hijos, es un sentimiento que las mantiene en constante zozobra e incertidumbre. “Dos de mis hijos ya están grandes y ellos se preguntarán a diario: adónde irá mi mamá todas la noches. Ellos se quedan viendo televisión o jugando con el teléfono”, explicó Chaparro.
Quizá, para la valenciana, lo más inquietante sea “ser juzgada por su hijos mayores, quienes en cualquier momento podrían darse cuenta de lo que yo hago”. Cuando se va a demorar más de lo previsto; es decir, que me “exceda hasta las 3:00 0 4:00 de la madrugada, le pido a una de mis compañeras que esté pendiente de ellos, y después le pago”.
“A mí me da pánico que mi hermana, a quien le exijo tanto en los estudios, se entere y me reproche, pues está a una edad de estar muy pendiente de todo”, indicó Piña con la preocupación y un dejo de tristeza tallados en su mirada. “Espero que ni ella ni mis hijos se enteren”, añadió.
La dama le pide a la Providencia que ese momento nunca llegue. Tiene la convicción de que pronto abandonará la prostitución y conseguirá un trabajo en el que no sienta vergüenza de lo que sus parientes puedan pensar o decir. “Es muy duro”, insistió.
Ese miedo también invade los pensamientos de Cisneros, quien no quisiera ver en sus pequeños las miradas inquisidoras que, a veces, otras personas les lanzan por el hecho de ser prostitutas. “La gente juzga y es cruel con los comentarios”, arguyó mientras levantaba su humanidad para dirigirse a la fachada de la casa y tomar un poco de aire.

 

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