Humberto González Briceño
Aquí nos referimos a la Democracia de partidos o al Estado de partidos como régimen político. Este es el sistema en el cual unas organizaciones, los partidos políticos, concentran todo el poder para decidir sobre la política aunque lo hagan en nombre de los ciudadanos o del pueblo, como más comúnmente les gusta decir.
Este tipo de democracia contiene aberraciones y contradicciones muy difíciles de resolver, como se ha visto desde que la mayoría de los países del planeta la han adoptado como el modelo político más preferido por sus bondades aparentes.
Una aberración de esa democracia es la falacia del “gobierno de los ciudadanos o del pueblo”. Según la teoría democrática, son los ciudadanos quienes mediante el voto designan a sus representantes y hasta pueden influir directamente en las políticas públicas mediante instituciones como el referéndum.
Pero en la práctica lo único que ejercita el ciudadano es la ceremonia del sufragio, en la cual este se enfrenta a un menú de candidatos y de decisiones que otros (los partidos políticos) han preparado para él. El vínculo entre elector y elegido queda roto el mismo día de las elecciones.
La mayoría de las legislaciones en el mundo exigen que la participación electoral sea exclusivamente a través de los partidos, negando de plano cualquier posibilidad a candidatos uninominales o iniciativas ciudadanas no conectadas con las organizaciones políticas.
Cualquiera podría atacar nuestro argumento asegurando que para participar los ciudadanos tendrían que organizarse en torno a ideas (ideologías) o intereses para influir en la dirección de ese Estado nacional que una vez constituido representa a toda la nación.
Podemos conceder que los partidos políticos como organizaciones de ideas e intereses de los ciudadanos son necesarios en la conducción del Estado. Lo que resulta inaceptable e inconveniente es que los partidos, amparados por una legislación que ellos mismos han aprobado, usurpen el papel decisivo del ciudadano para convertirse en pequeñas oligarquías que gobiernan para sus ideas e intereses, aunque siempre invocando que lo hacen en nombre del pueblo.
La otra contradicción es derivada del mito según el cual la voz del pueblo es la voz de Dios. Esta falacia pretende santificar la decisión de la mayoría como infalible y libre de errores porque el pueblo nunca se equivoca. Por el contrario, abundan los ejemplos de pueblos cuyos Estados han desaparecido porque la mayoría decidió tomar un camino equivocado.
¿Qué pasa cuando por demagogia o populismo se conforma una mayoría que decide democráticamente acabar con el Estado nacional? ¿Se acepta simplemente porque es la decisión de la mayoría?
Enfrentados a estos problemas, que aún hoy lucen insolubles, los fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica diseñaron una República con un sistema más o menos eficiente de pesos y contrapesos de poder donde el papel de los partidos políticos sería limitado y definido. Uno de los mecanismos claves de este régimen es la elección del presidente de la república en elecciones de segundo grado a través de un colegio electoral donde cada estado está representado en forma igualitaria y no en base a su población.
El régimen político norteamericano no es perfecto y tampoco es inmune a las amenazas de la partidocracia o del estado profundo como allí se le llama. Pero sin duda cuenta con muchos más mecanismos de control y reparación de malas decisiones democráticas que sus vecinos en la América hispana, siempre acosados por la inestabilidad y la brevedad de sus políticas.- @humbertotweets