Francisco Corsica
Hace unos días, Caracas parecía un enorme desierto. Y no precisamente porque el Ávila se volviera una enorme duna de arena. Tampoco por la ola de calor que azota a Venezuela y a otras partes del mundo. Sin ánimos de exagerar, los habitantes de esta ajetreada ciudad parecíamos camellos, ya que por un accidente en una tubería principal, se dejó de contar con el suministro de agua.
Aquella contingencia fue bochornosa. Los caraqueños caminaban de un lado a otro, buscando dónde llenar sus contenedores, con botellones de agua a cuestas, sudando y con el cabello pegado a la piel. Trataban de conseguir el llenadero menos caro. Presumiblemente, unos cuantos duraron días sin bañarse. Nadie sabía brindar información oportuna. Solo se especulaba con que “en 48 horas se esperaba retomar el suministro”, aunque estas horas se reiniciaban solas al culminar los dos días.
Esta situación fue irónica por varias razones. Una de ellas es que los negocios más exitosos aquellos días fueron los llenaderos de agua, que cuentan con tanques y con el suministro del vital líquido, gracias a camiones cisternas. Las tapas de los botellones que vendían dicen «el agua es vida». ¡Correcto! Eso se aprende desde la educación primaria, cuando los estudiantes se cansan de recitar en los exámenes que el agua debe ser incolora, inodora e insípida para consumirla. ¿Quién no escuchó estas tres palabritas durante su niñez?
Sabiendo que la vida no sería posible sobre este planeta sin ella, ¿por qué se deja colapsar el sistema de suministro de ese modo? Esa clase de cosas suceden cuando no existe el respectivo mantenimiento. Ya que tantos gobiernos han desarrollado obras de infraestructura para mejorar la calidad de vida y para facilitar la prestación de los servicios, lo más lógico es que después se realicen las obras que hagan falta y que se mantengan las anteriores. Las cosas hay que cuidarlas para que duren.
Otro factor que contribuye a catalogar este fenómeno como “irónico” es que Venezuela se encuentra entre los primeros países con las mayores reservas de agua dulce del mundo. Dependiendo de la fuente, podría estar entre los primeros 10 o 20 lugares. En todo caso, lo destacable es que este país se encuentra bien posicionado en este aspecto. Por si fuera poco, varios de los países vecinos también aparecen en esas listas.
De modo que al territorio venezolano no le falta agua dulce. En realidad, es de los que más posee. Resulta asombroso que donde el agua es un tesoro natural, las tuberías no respondan con la misma abundancia. Mientras en otros territorios un simple giro del grifo desata un flujo constante, aquí nos enfrentamos al eco del silencio o, si la fortuna acompaña, a un hilillo de agua que apenas murmura su llegada.
No cabe duda de que el deterioro de los servicios públicos dará de qué hablar por un largo rato. Si en la mayoría de las entidades federales la electricidad es más intermitente que las lucecitas de Navidad y en otras partes las bombonas de gas brillan por su ausencia, uno de los servicios que más falla en la capital es el suministro de agua. Aunque hace casi una década se introdujo un plan de racionamiento temporal en la ciudad, este se ha perpetuado y ya forma parte de la vida cotidiana en Caracas.
La ausencia del vital líquido ha afectado a toda la población, especialmente a los habitantes de las zonas más pobres. A medida que urbanizaciones planificadas han recurrido a la construcción de «pozos profundos» y los apartamentos se han equipado con tanques para paliar la situación, las áreas no planificadas han experimentado semanas enteras sin el más mínimo goteo. Incluso cuando el agua finalmente hace acto de presencia, tiende a ser en espacios compartidos. En consecuencia, los residentes se ven obligados a transportarla desde su fuente hasta sus hogares, realizando un esfuerzo físico que podría ser evitado.
Siendo un país privilegiado, con suficiente existencia de agua dulce, se ve obligado a aplicar racionamiento. Es, por tanto, crucial que se emprendan los necesarios trabajos de mantenimiento, a fin de restaurar la funcionalidad del servicio a su máximo esplendor. Al abordar esta necesidad con determinación, inevitablemente se impactará en la higiene y la salubridad general. Si el adagio sostiene que «el agua es vida», no se debe subestimar su papel crucial en el mantenimiento y la mejora de la calidad de vida.
Algún factor medioambiental puede reducir su existencia eventualmente, como se ha dicho en varias oportunidades, pero ese no es el motivo principal de un suministro tan deficiente. Si así fuera, el problema se hubiera resuelto hace años con una tormenta en los embalses y no sería necesario escribir en estos términos. Un ejemplo es Uruguay, que enfrentó una crisis similar en la misma época, pero mediante una combinación de precipitaciones y planificación gubernamental meticulosa, logró atenuar los efectos de la sequía.
¿Qué más se podría agregar? Probablemente sea necesario retomar varios de estos puntos más adelante. El grado de deterioro en que se encuentran los servicios públicos requiere una revisión constante, para estar prevenidos y actuar en consecuencia. La idea es superar estos obstáculos de la forma más eficiente posible, no quedarse en la denuncia ni en el victimismo. Planificar el futuro, perseguir el desarrollo, alcanzar la eficiencia y preservar lo que funciona son parte de la clave. Si el objetivo es elevar la calidad de vida, entonces hay que asumir esa responsabilidad.