Opinión

Despedida sin adiós (Dos finales posibles y distintos)

22 de marzo de 2024

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Porfirio Parada

Porfirio Paradaç

I

La luz se despide y en su apogeo, el silencio se destaca en el espacio, cubre sombra y ruido perezoso en las ventanas y paredes, ablanda el viento y lo hace seco, la luz se reduce a un hilo que se pierde en el baño de caballeros. El viejo reconoce el momento y sus protocolos, sin embargo, él insiste en leer su libro sin reconocer la hora exacta, mientras el muchacho que trabaja en el lugar empieza a levantar las sillas de la panadería y las posiciona en las mesas. Las personas se ríen como una promoción de la despedida del día, su tertulia es grata porque es el final, los adioses empezaran a recitar sus buenos deseos. Los perros callejeros se asoman cuando las personas se levantan de sus mesas, alguna migaja captura en el mismo instante que el dueño del local dice: “chiiiiiiiite” y los espanta. Entran también padres de familia con corbata, uno gordo y el otro flaco alto, dejan a sus hijos ansiosos en el carro, los señores muestran distintos matices en sus caras, más resignados, pero no derrotados, tranquilas sonrisas brindan a la mujer que le vende el pan. Ella sabe lo complicado que estuvo sus días y ofrece a cambio una alegría esperanzadora de ojos cerrados.

II

No es un libro nuevo, es uno viejo como él, tampoco es un libro usado, es uno que tomó de la biblioteca de su papá ya muerto hace 20 años. Un libro que tomó al azar y que aprovecha de usar mientras trata vencer por ligeros episodios el tiempo que se manifiesta en su cuerpo corroído, mostrando su inamovible forma vegetativa que lo determina cada día, observando sus manos pecosas rodeadas de venas pronunciadas de color azul y violeta, sostenidas por sus distantes pupilas, temblorosas, imprecisas, delirantes que observan un objetivo fijo, o siendo su objetivo: todos a la vez. Pero el viejo examina los movimientos en la panadería, de la gente que entra, de la gente que se va con panes y con el celular repicando dentro de sus bolsillos. Al muchacho ya le falta levantar la última silla para después advertirle al viejo que falta la suya. Las Santamarías pronto van a sonar, el encargado empieza a contar el dinero de la jornada, la luna ya salió, pero la esconde una nube caprichosa, grisácea, nadie la ve, pero indirectamente empieza iluminar la ciudad.

III

Adentro la luz es renovada, artificial y eléctrica, se prenden los bombillos, afuera la luna parece tímida o al contrario resiste en mostrar su cuerpo y masa. El panadero sale a fumar un cigarro y llama a su novia para decirle que en media hora la busca con su moto. El viejo (que aún el muchacho no le dice que se mueva para levantar su silla) ha perdido la concentración en la lectura. Sin razón alguna ha divagado entre sus páginas con el roce y la lejanía del atardecer, vuelve a perder sus facultades, olvidando incluso la página donde se encontraba. Por instantes se molesta consigo mismo por su descuido tan ajeno. Comienza a imponerse preguntas, se sentencia en soliloquios contradictorios, fragmentos extraordinarios de paranoia: ¿Qué hago?, voy a botar el libro o mejor lo regalo, voy a leer uno nuevo mañana, son algunos de los monólogos y preguntas que el viejo se formula en su mutismo. Después del caos, él respira y se calma un poco. Sin reconocer sus pensamientos pasados decide pararse y pagar su café que se había tomado hace media hora. Sale y ve justamente cuando la nube grisácea hace desnudar a la luna, la muestra limpia, entera. Piensa en su padre y la posible historia del libro, su argumento del siglo XIX. Piensa en fumar un cigarro por esa melancolía que sobrecarga pero se limita por las condiciones de su salud. La luz natural le colorea sus pupilas de color plateado transparente.

IV (I)

Es en ese momento, por movimientos espontáneos y pocos calculados, el viejo decide voltear su cuerpo, algo sabía que estaba pasando entre su misma aflicción, y es cuando se entera que otro vendedor de pan, una vendedora, lo estaba mirando con una precisión que hasta él se le había olvidado cómo se miraba de esa manera. El viejo se acerca como el interés de la juventud a la vendedora detallista en la vitrina. Ella ve su paso lento y cuando casi llega le dice: “señor disculpe, pero el libro que usted está leyendo yo lo leí hace tiempo, el color de la portada es igual, la misma pasta, esa novela es muy buena”, el viejo sin palabras suspira y más que sonreírle a ella le sonríe a la vida y le responde: “sí, bueno, no lo he terminado, voy en la mitad y de verdad que es bueno”. Ella mira al anciano cariñosamente, se muestra comprensiva, bañándolo con ternura en sus ojos, le replica: “¿si verdad?, ¿y por dónde va, a ver si todavía recuerdo?. El viejo se queda pasmado, no sabe qué decir, se había olvidado por completo la trama del libro, su nuevo registro de cariño y compañía fugaz, el contacto más cercano que ha tenido por semanas, quizás en años y se va a perder por su misma falta de memoria y de retención inmediata. Entra en un escenario confuso (por segunda vez en la panadería), mezclando la vejez, su padre, la historia del libro y el silencio seco. Ella mientras tanto mira al anciano como mirar a un bebé recién nacido, espera atenta la respuesta mientras se sacude una mosca que se estaciona en su pestaña izquierda. El viejo ya convencido de lo que va a decir se prepara cuando llega una mujer agitada a su lado, llega vestida con una licra rosada, viene del gimnasio y le pide un agua mineral a la vendedora de pan, el hombre se adelanta de la ruptura del diminuto diálogo, toma el libro bien fuerte y se empieza a ir, como huyendo de la pregunta, reteniéndola en el pecho. Sale de la panadería y la mujer no le dice nada, acepta su despedida sin adiós. Al rato, cuando todo el personal sale de la panadería, la mujer se despide de ellos, y de su hermano por el teléfono celular, cuando decide tomar el autobús se tropieza con algo que estaba en el piso, era el libro del viejo que en su desesperación o con intención deja caer entre la acera y la calle. Ella no duda, toma el libro y se monta en el autobús. El viento entra reconciliado del calor por las ventanillas del transporte público, la noche abre soltura y pulmón a las personas. El autobús es el preludio al descanso que termina en casa. Ella toma por fin el libro y lo abre y luego confundida se pregunta: ¿Ésta era la novela del viejo bonito?, sí, creo que sí. Me confundí de título, ¡qué tonta soy!, no es la novela que pensé.

IV (II)

Desde que llegó el viejo a la panadería el muchacho mostró una curiosidad tácita por él. Muy bien sabía que las horas estaban adversas, faltaban escasos minutos para cerrar la panadería y había evitado por cuestiones desconocidas correr al viejo de su puesto y decirle que cancelara la cuenta. Se hacía el desentendido para atenderlo pero implícitamente lo hizo. El muchacho pretendía establecer una comunicación efímera con él. Deseaba una comunicación sin palabras pronunciadas ni pensadas, códigos que no estaban relacionados con lo tangible, una palmada (sutil) en la espalda o en su extremo, invadir la mesa en su totalidad. El muchacho quería verlo, consumir su espacio en la tarde que se iba rompiendo agazapada. Mirar lo extraño y lo predecible de su personalidad, su quietud en la silla y su libro dejado como él. Ver y querer ser él, saber qué lee y el porqué. Saber sobre el otro, su manera de resignación ante todo, experiencia y sensaciones que el muchacho desconocía y que por esa misma razón le atraían. Anhelaba de manera drástica una comunicación sin prejuicios. Ya levantada la última silla el muchacho lo vuelve a evadir con la idea de seguir conociéndolo o conocer sus movimientos, pero por sorpresa el viejo lo llama y le dice: ¿epa hijo venga, usted le gusta leer?, el muchacho atónito responde: “no mucho señor, leo algunas veces el periódico y noticias desde el celular”, el muchacho incrédulo por la repentina comunicación, sonríe sin saber que esa fue su primera reacción. Suena un vallenato con el volumen parecido a una miniteca en un carro dos puertas, los dos se molestan y aprueban su disgusto levantando las cejas. El viejo ofrece un intervalo, su pausa es experimentada, ya recorrida por los años vividos, espera que el estridente sonido termine su furia. Finalmente le dice: “bueno aproveche entonces porque le voy a regalar esta novela, la acabo de terminar de leer, es buena”. Los dos se ríen, uno más discreto, otro más suelto, el muchacho siguiendo su ritual y su obsesión disimulada por la escena, no hace preguntas y repite la sonrisa nerviosa pero ahora menos tímida. Dice “gracias, bueno yo no leo mucho pero voy a leer el libro” y en seguida el encargado de la panadería lo llama para que baje hasta la mitad una de las tres Santamarías. El viejo se levanta y cancela la cuenta a otra persona que no es el muchacho y se va, con la fragilidad que atesora los caminos y la serenidad, sin embargo lucía derrotado. El muchacho se despide sin despedirse con la mirada agitada, incompleta, abre el libro y lee la primera línea. Apaga la luz. El muchacho comienza un vínculo con la lectura por el resto de sus días.

Lic. Comunicación Social

Locutor de La Nación Radio 

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