“Han pasado seis años desde aquel diagnóstico. Mi mamá ahora tiene 88 años. De forma silente, la enfermedad la va apagando, no solo en su memoria, también sus movimientos se hacen más lentos. Aún camina, pero con cierta rigidez”
Yenny Rozo
Los Primeros Signos
No sé cómo empezó exactamente. No tengo un día, una hora, ni una fecha exacta. Solo sé que el Alzheimer existe, que es real. Yo convivo con ese mal, o mejor dicho, con ella, con mi mamá, quien lo padece.
Recordar lo es todo. Nutre día a día la esencia de cada instante en la existencia. “Recordar es vivir”, una frase que tanto significado tiene ahora para mí. No siempre fue tan evidente, tan contundente.
Todo comenzó una tarde, como cualquier otra. Mamá, como era su costumbre, había salido a «dar una vuelta por las calles de la comunidad». Me llamó para que le abriera la puerta, cosa extraña, porque siempre llevaba sus propias llaves. Al preguntarle por estas, me dijo que las había dejado en su habitación, algo para mí imposible, porque ella misma había abierto la puerta para salir. Pensé simplemente, es un despiste, sin importancia. Luego de verificar, de buscarlas, entendí que las había perdido.
Este episodio pasó inadvertido.
No le hice mucho caso. Después de todo, unas llaves se le pierden a cualquiera. Le saqué otro juego y se lo di. Semanas después, volvió a pasar lo mismo: las extravió. Esta vez me molesté con ella.
Por unos días, no le quedó más remedio que quedarse en casa o salir conmigo. Pero tener a mi madre encerrada no era la mejor opción, porque esto le generaba estrés y se ponía irritable. Mi madre siempre había sido independiente y salía cuando quería.
Por tercera vez, le entregué otro juego de llaves. Todo parecía estar bien hasta que, una tarde, estando yo en el jardín, oí su voz llamándome para que le abriera la puerta. Le pregunté por las llaves y me dijo: «Se me quedaron en Palo Gordo, en casa de su hermana». Cuando hablé con mi hermana, me dijo que no, que las llaves no estaban allí.
Desaparición, confusión y angustia
Tras este episodio, decidí que no le daría más llaves. Se molestó mucho conmigo. Fueron días en los que su carácter variaba y exigía sus llaves. No cedí, aunque había momentos en los que me preguntaba si mi actuación era justa. Ella seguía saliendo: a misa, a visitar a mi hermana, a caminar. Yo aún sin sospechar que la sombra del olvido lentamente se iba acercando y oscurecía la mente de mi madre.
Un domingo, ya pasadas las siete de la noche, mi mamá no regresaba a casa. Llamé a mi hermana para saber si ella se quedaría allí, pero me dijo: «Mamá salió hace rato para allá». Sentí algo de miedo, pero algunas veces mamá se demoraba un poco. Esperé y nada. No volvía.
Aproximadamente a las nueve de la noche, oí que llamaban a la puerta. Bajé corriendo las escaleras para abrir, y del otro lado de la reja estaba una señora desconocida con mi mamá. La vecina me explicó que mamá había entrado a su casa y le había dicho que no recordaba cómo llegar a la suya.
Ella y su esposo la subieron a su carro, le hicieron preguntas mientras hacían recorridos, hasta que mi madre, con esfuerzo, recordó, se ubicó y pudieron traerla de regreso a casa. Todavía existe gente buena, amable.
Después de esa situación, decidí que no la dejaría salir sola. Ella se puso furiosa. No tuve otra alternativa. Por unos días, todo transcurrió con normalidad, aunque mi mamá seguía insistiendo para que cambiara mi decisión, pero me mantuve firme. Debo confesar que me dolía en el alma. Se ponía de mal humor, peleaba constantemente, y nos acusaba a todos en casa de no quererla, de tenerla encerrada. Estos momentos eran tensos, nos dejaban agotados. Algunas veces lloré en silencio.
Así transcurrieron varios días, hasta que, en un descuido, mi mamá consiguió las llaves y salió de casa sin que lo notáramos. Otra vez la incertidumbre, el miedo, la angustia. Llamé a mi hermana, pero mamá no estaba allí. Empezamos a buscarla por la comunidad, pero sin éxito. Regresé a casa preocupada, mientras mi cuñado continuaba la búsqueda. Pasaron varias horas. El tiempo corrió muy lento. Llegó la noche y nada, mamá no aparecía.
No sé exactamente qué hora era cuando oí que decían mi nombre desde la calle. Me asomé por la ventana y vi un carro, estacionado a las puertas de la casa con las luces encendidas. Una señora la había encontrado perdida en la calle y después de varias horas de esfuerzo, pudieron traerla a casa.
Mamá, confundida, me decía: “Ella es mi amiga y me dio la cola”, cosa que no era cierta. Después de todo esto, mi sospecha de que algo no andaba bien con ella, se acentuaba.
El temido diagnóstico
Por esos días, y por pura casualidad, había una jornada de detección de Alzheimer en San Cristóbal. Me animé, la llevé, y después de los test que le realizaron, ella salió positiva.
«Tu mamá tiene una demencia», dijo el doctor que supervisaba la actividad.
Escuchar esas cinco palabras, pronunciadas por un profesional de la salud, fue algo duro, difícil de digerir. Me esforcé para no llorar delante de ella. Miraba a mamá y ahora comprendía el porqué de sus olvidos, de sus cambios bruscos de humor, de que escondiera alimentos en su cuarto… Ahora todo cobraba sentido.
Desde ese momento comenzó un camino muy difícil, de adaptación, de preguntas sin respuestas, de confusión, de desafíos que cada día se van haciendo más complejos.
Han pasado seis años desde aquel diagnóstico. Mi mamá ahora tiene 88 años. De forma silente, la enfermedad la va apagando, no solo en su memoria, también sus movimientos se hacen más lentos. Aún camina, pero con cierta rigidez.
Cada día, los recuerdos cercanos se borran, se desvanecen, se diluyen en la nada. Es como si surgiera una persona desconocida, pero que tiene la apariencia de mi mamá.
En sus conversaciones solo quedan algunos de los viejos recuerdos, tal vez los más significativos, los que la hicieron feliz.
Todavía sobrevivo en su memoria, en ese torbellino de confusión en el que se encuentra sumergida mi madre. Es que el amor de madre constituye una fuerza difícil de romper por ese enemigo silencioso y cruel que es el Alzheimer.