Regional

100 años de felicidad para doña Oliva

26 de octubre de 2024

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Freddy Omar Durán

Si su esposo Lucio Evelio Rodríguez no hubiese sido llamado a comparecer ante la corte celestial recientemente, tal vez hubiese hecho junto a doña Oliva Cruz de Rodríguez el excepcional caso de ser una pareja centenaria. Le faltaba solo un año para el siglo. Permanecieron inseparables durante 73 años.
Le tocó a la venerable dama, fundadora del barrio Santa Teresa de San Cristóbal, cruzar esta meta cronológica de los cien años. Es beneplácito de sus 9 hijos, 30 nietos, 42 bisnietos y 8 tataranietos, que en la presente semana celebraron, por todo lo alto tan trascendental fecha. Incluso, para la sesión fotográfica le prepararon una banda que rezaba “Feliz Cumpleaños” y una corona de princesa.
A excepción de sus problemas de audición, la visión, dolores en las piernas, y alguna alarmante caída, su salud, el verdadero y casi único valor apreciado al llegar a tal edad, va bien. Su memoria aún le permite refugiarse en momentos inolvidables del pasado. Su lucidez permitió transparentar a una persona con un profundo amor para su familia, y una piadosa religiosidad, algo que sus padres desde muy pequeña le sembraron.

El amor de sus hijos ha sido el ingrediente fundamental para que doña Oliva no solo haya sobrevivido el siglo, sino que lo hiciera en lucidez y buena salud. (Foto/ Gustavo Delgado)


“Mis hijos son muy lindos todos –lo dice con un toque de emoción en la voz-. Son muy queridos. Me paro, me baño. A las seis de la mañana ya estoy lista. Rezo el rosario de la mañana, del mediodía, de la tarde; voy a misa y hago los primeros viernes (un día dedicado plenamente al rezo)”.
De su familia, en línea paterna y materna, no tiene antecedentes destacados de longevidad; aunque una de sus cuñadas, Elisa Blanco, alcanzó los 104 años, lo que mereció un reportaje para la sección Entrevista Dominical publicada ya hace tiempo por Diario La Nación, cuyo ejemplar se conserva enmarcado: ese cuadro comparte un rincón de la casa al lado de otras fotografías e incluso un abigarrado collage de imágenes familiares.
Haber enviudado hace cuatro años y haber perdido a sus padres y hermanos ha significado momentos de luto, que afortunadamente hasta ahora no ha tenido que guardarlo para ninguno de sus hijos.
Por supuesto había que preguntarle qué se sentía cumplir 100 años, y ella misma ante el interrogante se muestra perpleja, y agrega que está en manos del Señor para disponer la hora de su partida.
“Me gusta hacer oficio pero no puedo –afirmó resignada- Me gusta la música, me gusta bailar y me gusta todo”.
Lanza una gran carcajada –gesto frecuente a lo largo de la conversación- cuando le preguntan si era muy bailadora, y sobre su género musical favorito, que ha sido la ranchera.

El amor de sus hijos ha sido el ingrediente fundamental para que doña Olivia no solo haya sobrevivido el siglo, sino que lo hiciera en lucidez y buena salud. (Foto/ Gustavo Delgado)


Nació en Chinácota, Norte de Santander, en medio de un ambiente rural, y sería a los 11 años, luego de morir su padre y por iniciativa de su progenitora, que se trasladaría a Rio Chiquito y posteriormente ya adulta a Rubio, donde conocería a un futuro esposo, quien desde entonces estuvo vinculado al sector transporte.
Fueron tiempos duros los del campo, pero doña Oliva no los narra con amargura, por el contrario, con mucho agradecimiento. Aprendió el valor de la disciplina, algo que critica a los jóvenes actuales, muy dados a evadir los oficios del hogar. Sin electricidad, debía acostarse temprano y apenas darse algo de luz con lámparas de querosene, cuyas mechas se fabricaban en casa, o muchas veces, los cocuyos, que en ese entonces abundaban, e imprimían a las noches una fulguración mágica, que aún recuerdan.
Del campo le quedó un inquebrantable apego por las flores y las matas, y por eso le fascina tener bien cuidado su jardín.


Una anécdota permite ver lo duro que fue lo que vivieron los niños y niñas en el campo, quienes incluso eran obligados a posponer sus juegos infantiles, en tanto lo primordial tenía que ser la labranza. Ese rigor lo trasladó a su núcleo familiar, aunque admite que unos hijos resultaron más tremendos que otros.
“Yo no tenía juguetes. Los juguetes eran la escoba. Yo hacía muñecas de palo, le ponía un lacito y le ponía vestiditos de papel. Y eso cuando no estaban los viejos, porque no me dejaban jugar. Una vez que me dejó mi papá sola y le sacábamos 5 pesos, por ahí donde les tenía, y le dije a mi hermano, ‘quiero comprarme una muñeca’. Nos fuimos a comprarla, un muñequito así de chiquito –muestra el tamaño de su mano- y con lo que me sobró medio metro de tela, y corra pa`la casa antes que esos viejos llegaron. Me preguntó mi papá: ‘¿De dónde sacó para comprar esa muñeca?’ Y dije: -Me la regaló una vecina. Y entonces él dijo: -Voy a preguntar. ¡Dios mío! Me entró un susto porque él tenía un chuco de cuatro hebras, y al final de cada hebra tenía un nudo”.
Con sus labores de lavado de ropa y limpieza, por parte de ella, y las vueltas de su esposo en el carro por puesto, que durante los sesenta, setenta y ochenta cubrían a medio rutas urbanas, se cuadraba una economía familiar que les permitía vivir holgadamente, y nunca les faltaba el alimento, que llegaba en bultos al hogar, a pesar del tamaño del clan. Eran tiempos en que se podía vivir bien siendo honrado.
“Todo era muy tranquilo, muy bonito. Había trabajo. Uno tenía más que fuera poco, algo en el bolsillo. Ahorita no tiene uno nada. El pasaje era muy barato para ir a Cúcuta, a dos bolívares. Uno con 40 bolívares traía de todo de allá, porque todo me parecía tan barato; eso hacía una bolsa grande. Los guardias molestaban en el camino, y por esto me tenía que venir con un señor que no lo molestaban. Todo muy feliz. Yo no sufrí con nadie”.
Como afirmó una de sus hijas, todos los momentos críticos con la mano de Dios se ha salido adelante, siendo estos los que normalmente siempre le deparan los caminos de la vida, y que han sido suavizados por la presencia constante en su vida de sus hijos, nietos y demás allegados.
“Nosotros compramos un solar y ellos fabricaron la casa. Yo lavaba, planchaba, y uno así conseguía la plata para comprar, porque en ese tiempo no era tan caro todo. Yo no dejé a mis hijos salir a la calle ¿Que fueran a jugar? ¡No! A ellos les tenía oficio en la casa. Los muchachos de hoy no cuelan un café, no lavan un plato. Yo trabajaba para una fábrica de alpargatas y yo les tenía material para que ellos también colaboraran”.
En busca de mejores ingresos se residenciarían en un lote que adquirieron en Santa Teresa, cuando apenas si existían cuatro casas. Su hogar se caracterizó por la constante festividad, incluso allí ensayaban conjuntos de música navideña, llegando a ganar concursos organizados desde la radio.
Betty, Polo, Jessy, Aura, Mirian, Gladys, Cheo, Goyo y Marcos, todos son profesionales, siguiendo el llamado de sus padres de dedicarse a los estudios, y a partir de ellos creció una camada que esta semana rodearon a la centenaria en tan especial fecha. ¡Feliz cumpleaños, doña Oliva!!

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