Eduardo Fernández
El 4 de febrero de 1992 regresaron los fantasmas del pasado: el golpismo, el militarismo, el caudillismo y el autoritarismo. Se acabó la cultura del consenso y, desde entonces, ha prevalecido la cultura de la confrontación.
La política democrática es precisamente el título de este artículo. Normalmente prevalece la confrontación. Confrontación por razones ideológicas o por los intereses sectoriales que defiende cada grupo o por razones político-electorales. La proximidad de unas elecciones acentúa el tono de la confrontación. Hay que marcar la diferencia. El grupo político que gobierna tiene una posición. Y el grupo político que pretende sustituirlo, por la alternabilidad democrática, siente que debe sostener una posición distinta y diferenciarla para poder tener una opción electoral más clara.
Hay circunstancias, sin embargo, que aconsejan el consenso. Razones de interés nacional. Exigencias de lo que podríamos llamar el Bien Común. Cuando esas circunstancias se presentan, lo ético, lo responsable, lo que distingue el actuar de un estadista es colocar el interés general por encima de los intereses partidistas.
En la historia venezolana hay ejemplos claros de lo que venimos expresando. En 1945 un grupo de oficiales del ejército dio un golpe de estado contra el gobierno del general civilista Isaías Medina Angarita. El argumento fundamental para justificar el golpe y que el partido Acción Democrática los acompañara, era que los gobiernos que habían sucedido a la larga tiranía de Gómez, los gobiernos de López Contreras y de Medina, no habían dado los pasos para crear una democracia plena.
Después del golpe del 18 de octubre vinieron tres años de gobierno democrático. Se aprobó convocar una Asamblea Nacional Constituyente que estableció el sufragio universal, directo y secreto para elegir a las autoridades del Estado, especialmente al Presidente de la República, y se eligió nada menos que a Rómulo Gallegos como jefe de Estado.
Pero esos años, el trienio, fueron de una confrontación exacerbada. Los conflictos interpartidistas e incluso intra-partidistas fueron feroces. El desenlace de aquello fue que el 24 de noviembre de 1948 los militares dieron otro golpe, que derroca a Gallegos e instaura una larga dictadura llamada a poner orden en aquel ambiente de tanta confrontación.
La lección fue bien aprendida en los largos años del exilio. Rómulo Betancourt, sobre todo, pero también Jóvito Villalba y Rafael Caldera y hasta Gustavo Machado, entendieron que el regreso a la democracia suponía que hubiera un poco más de consenso y un poco menos de confrontación.
Así nació el Pacto de Punto Fijo. Un acuerdo político de gran trascendencia que le dio a Venezuela cuarenta años de estabilidad política democrática. Fueron años en los que, por encima de las rivalidades partidistas, prevaleció el interés general y se respetó el bien común. Y la Constitución Nacional fue aprobada por consenso.
El 4 de febrero de 1992 regresaron los fantasmas del pasado: el golpismo, el militarismo, el caudillismo y el autoritarismo. Se acabó la cultura del consenso y, desde entonces, ha prevalecido la cultura de la confrontación.
Se instaló en el poder una cultura de la confrontación sistemática, sin cuartel. Desapareció el diálogo constructivo que permite progresar y crecer y prevaleció la confrontación y la negación del adversario. -Reino dividido no prevalecerá-.
Moral y luces son nuestras primeras necesidades.
Seguiremos conversando.