Antonio Sánchez Alarcón
El acto de votar es considerado el pilar fundamental de la democracia. Pero, ¿qué sucede cuando las elecciones son organizadas por un régimen tiránico que no garantiza condiciones mínimas de transparencia? En contextos donde el fraude es sistemático y los resultados están predeterminados, la participación electoral no solo se vuelve irrelevante, sino que puede legitimar un sistema autoritario. Filósofos y politólogos han advertido sobre este dilema, destacando que en tales circunstancias el voto no representa un ejercicio de soberanía popular, sino un mecanismo de simulacro para perpetuar el poder.
El politólogo Juan Linz, en su estudio sobre los regímenes autoritarios, subraya que muchas dictaduras modernas recurren a elecciones fraudulentas para proyectar una imagen de legitimidad. Según Linz, estas elecciones «no cumplen con los requisitos mínimos de competitividad y pluralismo», ya que los resultados son predecibles y no representan una amenaza real para el poder establecido. En este contexto, la participación electoral puede ser utilizada como una herramienta propagandística para consolidar la autoridad del régimen y justificar su permanencia en el poder ante la comunidad internacional.
Del mismo modo, el politólogo Steven Levitsky, en su obra Cómo mueren las democracias, argumenta que los regímenes autoritarios suelen manipular los procesos electorales para disfrazar su naturaleza despótica. Cuando un gobierno impone restricciones a la oposición, controla los medios de comunicación y persigue a sus adversarios, las elecciones dejan de ser un mecanismo genuino de alternancia política y se convierten en un espectáculo dirigido por el poder. En estos casos, la participación electoral de los ciudadanos puede interpretarse como una aceptación tácita del sistema, debilitando cualquier posibilidad de resistencia efectiva.
Quienes defienden la participación en elecciones amañadas suelen argumentar que el voto sigue siendo una herramienta de expresión política y que la abstención sólo facilita la hegemonía del régimen. Sin embargo, esta perspectiva ignora que, en escenarios donde la transparencia electoral está comprometida, el voto se convierte en un mero trámite sin consecuencias reales. La oposición legítima puede verse obligada a participar, pero a menudo termina sirviendo a los intereses del régimen al validar un proceso cuyo desenlace ya está escrito.
Cuando un régimen tiránico controla todos los aspectos del proceso electoral, votar deja de ser una herramienta de cambio y se convierte en una formalidad que beneficia al poder en turno. Como afirman Linz y Levitsky, en estos casos la verdadera resistencia no radica en participar de un juego manipulado, sino en desenmascarar su naturaleza y buscar estrategias alternativas para la transformación política. La historia demuestra que las dictaduras no caen por elecciones controladas, sino por la presión de movimientos organizados que desafían su estructura de poder.