Antonio Sánchez Alarcón
En Venezuela, la existencia del “dólar paralelo” no es una anomalía del sistema: es el sistema. No es un accidente del mercado ni un subproducto distorsionado de la economía formal. Es su medida real, su respiración clandestina, su espejo roto y —paradójicamente— más honesto. Hablar del dólar paralelo no es hablar de especulación, sino de supervivencia.
Desde hace años, el país vive en una economía bicéfala: Una oficial, subsidiada y artificial, que habita en las tablas del BCV y en los informes ministeriales; y otra, la no oficial —más cercana a la experiencia cotidiana— que opera en mercados, bodegas, remesas y chats de Telegram, donde el valor del dólar lo determina la desconfianza, no el decreto.
Porque eso es, en el fondo, el dólar paralelo: El índice de la desconfianza. Desconfianza en una moneda nacional convertida en papel desechable; desconfianza en un Estado que gasta sin freno, imprime sin respaldo y gobierna por decreto. En Venezuela no hay política monetaria, hay contabilidad mágica: Se multiplican los ceros, se maquillan las cifras, se promete estabilidad mientras la inflación asoma por debajo del mantel.
Cuando el régimen desató la hiperinflación (2017-2021), el bolívar perdió no sólo su valor, sino también su función. Y aunque hoy se proclame una “estabilidad cambiaria”, lo cierto es que esta ilusión depende de factores tan volátiles como el propio chavismo: los ingresos petroleros inciertos y el flujo de divisas no siempre confesables. Basta una alteración en ese equilibrio precario —una sanción, una caída de precios, una sequía de remesas— para que el dólar paralelo vuelva a trepar, exponiendo la fragilidad del artilugio oficial.
El mercado negro del dólar no es un fenómeno nuevo ni transitorio. Es el resultado estructural de una economía reprimida, intervenida y distorsionada durante dos décadas. El control de cambios impuesto en 2003 inauguró una economía de castas, donde unos accedían a dólares preferenciales y otros sobrevivían a punta de inflación. Desde entonces, el dólar paralelo no ha desaparecido: Se ha transformado, adaptado y expandido, hasta volverse omnipresente.
Hoy, ningún comerciante serio —ni siquiera el más prudente— usa la tasa oficial como referencia. La llamada “tasa paralela” —mal llamada, porque es la real— es la que marca los precios, los sueldos informales, los arriendos, las importaciones, e incluso las coimas. La paradoja es obscena: El Estado fija un dólar oficial que no puede sostener, y a la vez persigue a quienes usan el paralelo… Mientras paga parte de su propia deuda externa en dólares. En esa contradicción vive la economía venezolana: Entre la mentira con tasa oficial y la verdad que se negocia a diario en la calle.