Opinión

Vivir en modo supervivencia 

16 de junio de 2025

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Antonio Sánchez Alarcón 

En Venezuela ya no se vive, se sobrevive. El verbo ha cambiado, y con él la vida. La rutina del ciudadano común se ha convertido en una batalla sin gloria: Conseguir lo básico, soportar lo absurdo, ignorar lo insoportable. Es un país donde la lucha diaria por la comida, el agua, el gas, la electricidad o el transporte ocupa todas las horas, toda la energía, todos los recursos mentales. La política ha dejado de ofrecer alternativas. Y lo que alguna vez se llamó esperanza, hoy no es más que una superstición malherida. 

La resiliencia —esa palabra tan manoseada por las ONG y los informes de cooperación internacional— está en su fase terminal. Fue útil, incluso heroica, durante los primeros años del colapso, cuando aún se creía que resistir era el paso previo al cambio. Pero han pasado demasiados años, demasiadas promesas, demasiadas farsas, y ya nadie espera nada de nadie. La gente no lucha por un país, sino por un plato de comida. No exige justicia, pide una medicina. No discute ideologías, regatea dólares. 

El daño más profundo de esta crisis no está en las cifras macroeconómicas, ni siquiera en la inflación, que sigue devorando salarios y ahorros con la eficacia de un cáncer avanzado. Está en la transformación de lo humano. El venezolano ya no organiza su vida en torno al trabajo, el estudio, el crecimiento o el futuro. La organiza en torno a la necesidad: ¿Dónde consigo harina?, ¿cuánto vale el pasaje?, ¿cuántas horas más sin luz?, ¿a quién soborno para obtener una partida de nacimiento? 

Las instituciones han desaparecido o se han vuelto espectros de sí mismas. El Estado no garantiza nada, pero exige todo. Y en ese vacío, proliferan los atajos, los favores, los contactos, los “resuelves”. La ética es un lujo; la legalidad, un estorbo. Lo que funciona es lo informal, lo precario, lo improvisado. Y el precio que se paga por sobrevivir así es altísimo: El deterioro moral de una sociedad que ya no distingue entre el mal necesario y la complicidad. 

Mientras tanto, desde arriba, se alternan los discursos de cartón y las promesas recicladas. Hablan de “cambio”, como si esa palabra aún tuviera sentido; de “diálogo”, como si no supiéramos ya el guion; de “recuperación económica”, como si los bodegones pudieran maquillar la miseria de fondo. Es un espectáculo que no conmueve, apenas irrita. Porque el venezolano de a pie no tiene tiempo para narrativas, está ocupado en no caerse. 

Y, sin embargo, aquí seguimos. No porque haya motivos, sino porque no hay opción. Esta permanencia forzada en la adversidad es, quizás, la última forma de protesta. O de dignidad. Aunque duela admitirlo, el país ya no se mide por su PIB ni por sus elecciones amañadas, sino por la capacidad de su gente de levantarse cada día sabiendo que nada va a cambiar. 

Esa es la tragedia mayor: La normalización de lo inaceptable. El haber hecho de la crisis una forma de vida. Y mientras el régimen se consolida sobre el cansancio y la oposición se disuelve en sus ambigüedades, la sociedad venezolana continúa su éxodo interior: No cruzando fronteras, sino desertando del deseo. 

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