Opinión
Implicaciones filosóficas de las corridas de toros
lunes 25 agosto, 2025
Antonio Sánchez Alarcón
En San Cristóbal, la Feria Internacional de San Sebastián reúne lo popular, lo religioso y lo profano en una amalgama mestiza, cuyas corridas de toros siguen siendo el eje más polémico y, al mismo tiempo, más revelador. Polémico, porque a ojos modernos se les acusa de barbarie; revelador, porque encierran, como ya expusieron Gustavo Bueno y Alfonso Fernández Tresguerres, un sentido filosófico de la religión que rebasa con mucho la simple distracción festiva.
Para Bueno, la religión no se reduce al monoteísmo ni al catecismo, sino que designa un modo de organizar simbólicamente la relación del hombre con el mundo, con lo numinoso y lo terrible. Fernández Tresguerres, siguiendo esa línea, ha insistido en que el toreo no es un juego banal, sino una ceremonia de alto calado filosófico: una liturgia en la que el hombre se enfrenta, cara a cara, con la potencia irracional de la naturaleza —el toro— y la transforma en rito, en estética y en sentido.
La corrida, en este esquema, no es un espectáculo “cruel” en clave simplista, sino una dramatización pública de lo que la filosofía de la religión llamaría la catarsis del sacrificio. La arena no es mero escenario: es templo. Y el matador, a quien muchos tachan de asesino, encarna más bien al oficiante que asume el riesgo de la muerte para inscribir a la comunidad en el orden de lo simbólico. No es casual que en torno a la Feria de San Sebastián converjan misa, procesión y corrida: Se trata de distintos registros de una misma experiencia colectiva de trascendencia.
Claro está: Nuestra modernidad, sentimental y narcisista, huye de estas ideas. Prefiere reducir el rito a espectáculo y al toro a víctima, olvidando que sin ceremonia no hay cultura, y que sin sacrificio no hay fiesta. El pueblo lo sabe instintivamente. Por eso la Plaza Monumental se llena en San Cristóbal aun cuando la élite intelectual las desprecie. Porque la tauromaquia, como la religión, sobrevive mientras siga ofreciendo un espejo donde vernos en nuestra doble condición: frágiles y soberbios, animales y demiurgos.
Pertinencia filosófica, entonces, sí la tiene. Y también política y cultural: en una Venezuela donde casi todo se ha trivializado —la democracia, la justicia, la palabra misma—, quizá solo el viejo rito taurino conserve aún la seriedad sagrada de lo irrevocable. No es poca cosa. Que el Táchira lo sostenga cada enero no debería escandalizarnos. Más bien nos recuerda que sin ceremonias de riesgo y de trascendencia, lo que nos queda son solo fiestas sin alma.
El futuro dirá si la civilización decide abolir sus propios templos. Entretanto, el toro bravo seguirá embistiendo, y el hombre, en San Cristóbal, seguirá oficiando la rigurosa ceremonia taurina.