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Inicio/Opinión/Emaús: del encuentro con las Escrituras al reconocimiento de Cristo en el otro

Opinión
Emaús: del encuentro con las Escrituras al reconocimiento de Cristo en el otro

domingo 14 septiembre, 2025

Pedro Morales

Introducción

Este artículo propone un itinerario crítico a partir del relato de Emaús, identificando la raíz de la crisis eclesial actual y el desafío radical del Evangelio: pasar de una fe superficial a una conversión auténtica que inicia en la comprensión de las Escrituras y culmina en el reconocimiento de Cristo en el otro, incluso en el adversario.

PARTE I: El reconocimiento de Cristo en las Escrituras

El relato de los discípulos de Emaús (Lucas 24) es frecuentemente citado como paradigma del proceso de encuentro con Cristo en la vida cristiana. Sin embargo, una lectura crítica y reflexiva de este pasaje revela no solo la riqueza de la experiencia, sino también las profundas carencias y desafíos que enfrenta la comunidad eclesial contemporánea.

En el texto bíblico, los discípulos son descritos como “insensatos y tardos de corazón para creer lo que anunciaron los profetas”. Esta doble acusación —falta de sensatez intelectual y lentitud afectiva— no es un simple detalle anecdótico, sino el diagnóstico de una enfermedad espiritual que persiste en la Iglesia actual. La incapacidad de reconocer a Cristo en las Escrituras no es solo un problema de ignorancia, sino de resistencia interior: una mente cerrada y un corazón endurecido que impiden la conversión auténtica.

Desde una perspectiva crítica, es necesario cuestionar la superficialidad con la que muchos grupos y movimientos eclesiales abordan la Palabra de Dios. Abundan las dinámicas, los retiros y las actividades, pero falta el encuentro profundo con las Escrituras. Se prepara el terreno, se organiza la estructura, pero no se siembra la semilla esencial: la Palabra que transforma la mente y el corazón. Esta omisión no es inocente ni trivial; es, en realidad, una de las causas principales del estancamiento espiritual y del éxodo de fieles hacia otras propuestas religiosas más centradas en el estudio y vivencia bíblica.

El relato de Emaús denuncia la tendencia a reducir la experiencia cristiana a lo emotivo o ritual, dejando de lado el desafío de confrontar la propia vida con la Palabra. La conversión que propone el Evangelio no es solo moral o conductual, sino intelectual y afectiva: implica dejar de ser “insensatos y tardos de corazón”, abrirse a la comprensión de las Escrituras y permitir que el corazón arda con su verdad. Sin este proceso, cualquier pertenencia a grupos o movimientos es solo nominal, una etiqueta vacía de contenido real.

Por tanto, la autocrítica es urgente: ¿cuántos en la Iglesia siguen siendo “insensatos y tardos de corazón”, participando en actividades sin dejarse interpelar ni transformar por la Palabra? ¿Cuántos líderes, catequistas y agentes pastorales han abandonado la tarea esencial de evangelizar a partir de las Escrituras, sustituyéndola por métodos superficiales y efímeros? La respuesta a esta crisis no está en multiplicar actividades, sino en volver a la raíz: el estudio, la meditación y la vivencia de la Palabra de Dios como fuente de conversión y reconocimiento de Cristo.


No basta con superar la superficialidad en nuestra relación con las Escrituras: el Evangelio exige ir más allá. El verdadero reconocimiento de Cristo no se agota en el texto, sino que reclama una conversión que se verifica en la vida diaria.

Aquí surge el reto mayor: descubrir el rostro de Cristo en el otro, incluso —y especialmente— en aquel que nos resulta adverso. Este paso es imprescindible para que la fe madure y se vuelva auténtica. Solo cuando la Palabra escuchada se traduce en una mirada nueva hacia el prójimo, la conversión es real.


PARTE II: Reconocer a Cristo en el enemigo, el desafío radical del Evangelio

Si la autocrítica sobre la superficialidad en la relación con las Escrituras ya evidenciaba una enfermedad espiritual en la Iglesia, el salto hacia el reconocimiento de Cristo en el adversario revela la profundidad de la conversión a la que el Evangelio convoca.

Reconocer a Cristo en el enemigo constituye el núcleo más exigente y radical del mensaje cristiano. No se trata de un corolario moral ni de una opción para cristianos “avanzados”, sino del corazón mismo del Evangelio: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, oren por los que los calumnian” (Lucas 6,27-28). El enemigo, el adversario, el que nos resulta difícil de amar, no queda fuera de este mandato. Al contrario, es el lugar privilegiado donde se prueba la autenticidad de nuestra conversión.

La incapacidad de ver a Cristo en el prójimo, sobre todo en aquel que nos ha herido, constituye una forma aguda de ceguera espiritual. Nos resulta más sencillo multiplicar actividades, refugiarnos en lo ritual o lo emotivo, que dejarnos interpelar por la presencia incómoda de Cristo en el otro. Esta ceguera no es solo intelectual, sino afectiva y existencial. La solución no está en añadir más actividades, sino en retornar al estudio, meditación y vivencia de la Palabra como fuente de conversión y reconocimiento de Cristo. Esta conversión solo es real cuando se traduce en una mirada renovada sobre el otro, capaz de ver en él —incluso en el enemigo— el rostro de Cristo.

La tradición cristiana ha insistido desde sus orígenes en que la caridad se mide por la capacidad de amar incluso a quienes nos rechazan o persiguen. Orígenes veía en el amor al enemigo una imitación de la perfección divina; Agustín distinguía entre odiar el pecado y amar al pecador; Tomás de Aquino sistematizó esta enseñanza: la caridad cristiana se extiende a todos, incluso al enemigo, porque su objeto es el bien último del otro, que es la comunión con Dios. Amar al enemigo no significa aprobar su mal, sino desear y buscar su bien más profundo, incluso si eso implica oponerse a sus acciones injustas.

Reconocer a Cristo en el enemigo implica una revisión profunda de nuestras prácticas eclesiales y personales. No basta con proclamar la Palabra o participar en ritos; es necesario dejarse transformar hasta el punto de amar, bendecir y orar por quienes nos resultan más difíciles. Esta es la conversión intelectual y afectiva exigida por el Evangelio: una fe que se verifica en la capacidad de ver a Cristo en el rostro del adversario, del que nos hiere, del que nos desafía. La superficialidad eclesial —el refugio en actividades, dinámicas o discursos sin afrontar el desafío de la reconciliación y el perdón— es causa de estancamiento espiritual y de falta de credibilidad eclesial.

El relato de Emaús no es solo una historia del pasado, sino un itinerario espiritual para la Iglesia de hoy. El verdadero reconocimiento de Cristo comienza en las Escrituras, pero se consuma en la vida, en la capacidad de descubrirlo en el otro, especialmente en el enemigo. Solo así la Iglesia podrá superar la enfermedad de la superficialidad y la ceguera, y convertirse en testigo creíble del amor radical de Cristo.

El desafío está planteado: ¿seremos capaces de reconocer a Cristo en el enemigo, o seguiremos siendo “insensatos y tardos de corazón”? La respuesta se plasma en la vida concreta, en la mirada, la palabra y el gesto hacia quien menos esperamos…

¡Al final, el Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María triunfará!


Pedro Morales`

Misión Eucarística para la liberación espiritual “Salve María Auxiliadora, economía de la salvación y de la felicidad verdadera”.

Para charlas o predicaciones (gratuitas) contactar a través de:

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