Reportajes y Especiales
Dos generaciones unidas por los libros en el quiosco El Amigo Lector
viernes 10 octubre, 2025
Voces de San Cristóbal… caminar por la avenida Francisco Javier García de Hevia
Décima entrega
El Amigo Lector es uno de los dos quioscos más antiguos de la avenida Francisco García de Hevia, dedicados a la venta de libros. El negocio familiar nace hace 45 años, para convertirse en el refugio de los lectores en esta arteria vial. Julio Rivera y Arauciri Prato dejaron todo un legado de compromiso a sus hijas: el conocimiento debe ser accesible para todos.
Mariangel Valentina Suárez Moncada/ Pasante ULA /@mariangelv2323
Al caminar entre las calles nueve y diez de la avenida Francisco García de Hevia, un tenue aroma a incienso y papel viejo se percibe. Desde lejos, un quiosco metálico de color azul brillante capta la atención. En aquel punto, los libros encuentran una segunda oportunidad y los lectores un amigo fiel.
El Amigo Lector es uno de los dos quioscos más antiguos dedicados a la venta de libros en la ciudad de San Cristóbal. Su fachada, de color azul brillante, lo hace resaltar del desgastado asfalto. En uno de sus laterales, la ventana dispuesta para atender al público se encuentra enmarcada por pilas de ejemplares. Esta peculiaridad atrapa la mirada curiosa del transeúnte y, como si fuera la madriguera del conejo de Alicia, lo transporta a un nuevo mundo.
En su interior, el trajín de la avenida y el ruido de los autobuses ceden ante el silencio apacible. La luz brillante del sol pasa a ser tenue y la calidez inunda la estrechez del espacio. La inmensidad de la biblioteca desafía la pequeñez del lugar: una gran cantidad de libros y revistas de diversos tamaños y colores, están organizados en repisas.

— A la orden, ¿desea comprar algún libro? – Pregunta Isis Rivera a una señora bajita que se acercó a la ventana. Su voz dulce sobresale entre el ruido de los transeúntes – Tengo desde libros religiosos hasta recetarios de cocina. Sí busca novelas también se las tengo. Hay bastantes de romance.
Isis Rivera es la guardiana de cada historia. Más allá de ser un negocio de venta de libros, es un legado familiar forjado con el trabajo de sus padres. Este lugar de la avenida, con aroma a incienso y papel viejo, no siempre fue así, tampoco se encontraba en la misma calle.
Julio César Rivera y Arauciri Prato, padres de Isis, emprendieron un negocio sin paredes ni estantes, entre las calles 10 y 11 de la avenida Francisco García de Hevia.
La pareja vendía libros, ambos sentados en la acera de la carrera 5, justo al frente del antiguo Hotel Horizonte, entre calles 7 y 8. Su deseo de hacer del conocimiento algo accesible y ganar el sustento de su familia, los incentivó para iniciar su negocio.
— Por aquel entonces la vía era de doble sentido y había muchos negocios abiertos. Todo era seguro y lleno de vida. Eran tiempos muy felices en los cuales intercambiábamos y vendíamos libros en la acera-Recordó Arauciri Prato, con un tono de voz cargado de melancolía.

El negocio tuvo un origen humilde, sin un lugar dónde guardar su inventario y pocos libros para vender. Los fundadores debían caminar todos los días por las concurridas calles de la avenida, con los ejemplares en morrales sobre sus espaldas. La rutina era la misma: Arauciri Prato y Julio Rivera salían temprano de su casa, ubicada en los alrededores de la antigua Sanidad, hoy sede de la Corporación de Salud, y caminaban con los morrales cargados hasta la entrada del hotel. Al llegar, conversaban con el señor italiano de la venta de alfombras, era su vecino en la acera, mientras descargaban la mercancía.
Sacaban los libros uno a uno y los acomodaban en hileras en el suelo, con cuidado y dedicación, parecía un mosaico con sus tapas coloridas protegidas por una bolsa transparente. El Amigo Lector era una librería al aire libre en la también llamada por muchos Quinta Avenida, donde los amantes de la lectura podían realizar intercambios con los dueños del negocio o comprar algún ejemplar de segunda mano.


De libro en libro, las mochilas se llenaron. El negocio familiar creció, permitiéndoles adquirir ejemplares nuevos para la venta. Aunque la carga en sus espaldas aumentó, eran felices en su rincón del Centro de la ciudad.
Siempre mantenían los precios lo más accesible posible. Con cada edición vendida se cimentaba las bases del negocio y la filosofía familiar: los libros deben estar a disposición de todas las personas. Desde ese punto inicial, ambos fueron testigos de la época dorada de esta importante arteria vial.
Recuerdan que bailaron en la Noche de las Ruanas, en tiempos de la Feria Internacional de San Sebastián, y vieron los cambios que poco a poco se dieron en esta avenida. Fueron muy cercanos a los dueños de negocios y a los transeúntes de la zona, después de todo, eran sus amigos lectores.
— Mucha gente se sentaba en la acera con nosotros. A los niños y abuelos les gustaba durar hasta tarde en la avenida, participaban en nuestras tertulias. Hablábamos de las novelas y los autores tachirenses. – Recordó Arauciri Prato con un temblor casi imperceptible en su voz, su tono suave reveló su añoranza- Fueron recuerdos increíbles de una época lejana, donde esa avenida era segura y se podía caminar tranquilamente por sus calles.
Dos años transcurrieron rápidamente. El matrimonio estaba acostumbrado a sentarse en el pavimento donde criaron a sus cuatro niños entre libros, tertulias y el bullicio de la gente. Aunque nunca se quejaron, porque esa acera era como su hogar, jamás dejaron de soñar con algún día tener un negocio protegido de la intemperie.
El peso de los morrales que cargaban a diario se alivió cuando un viejo amigo los ayudó a tramitar, con el profesor Rómulo Colmenares, alcalde de San Cristóbal, la obtención de un quiosco.
— Después de muchos trámites, lo logramos. Era un quiosquito pequeño. Solamente un cuadrito de lata, entre las calles 9 y 10, pero ahí éramos felices – comentó entre risas Arauciri Prato- Fue el quiosco número cuatro construido en toda la ciudad de San Cristóbal.

El quiosco presentaba un diseño funcional, no estaba tan abarrotado de libros y los colores de su fachada eran terrosos. Tenían repisas de madera móviles y la ventana para atender el público era mucho más grande, en la parte superior de ella colgaban las revistas en cuerdas, sujetadas por ganchos para tender ropa.
Arauciri Prato y Julio Rivera se turnaban para atender el espacio de venta: mientras él lo abría y vendía en la mañana, en la tarde ella se encargaba del negocio familiar. Sus gustos personales se veían reflejados en los libros disponibles: mientras su esposo surtía el negocio con novelas vaqueras y revistas de caricaturas como Condorito, Arandú y Kalimán, Ella se dedicaba a vender leyes, libros de autoayuda, obras literarias clásicas como Doña Bárbara y Cien años de Soledad.

También vendían libros académicos. Los padres de bajos recursos se acercaban con los textos del año escolar culminado de sus hijos. Ambos los inspeccionaban y los cambiaban por los ejemplares del nuevo año escolar. A pesar de vender los libros más nuevos y los mejores best-sellers, sus dueños nunca olvidaron su filosofía familiar: el conocimiento debe ser accesible para todos.
— En aquella época también estaba de moda el intercambio de novelas, revistas, historietas y cuentos. En el quiosco los clientes podían cambiar cualquier ejemplar.
Para Arauciri Prato la avenida Francisco García de Hevia no era solamente su lugar de trabajo, también era su hogar. La familia recuerda con añoranza los momentos festivos disfrutados en aquellas aceras repletas de multitudes.


Desfiles de ferias y bailes con comparsas en los que ellos vendían agua de panela, incluso algunas personas se sentaban en el techo de su quiosco. Las risas, la música, los niños en las aceras corrían de punta a punta y los vecinos de los negocios alrededor se reunían para hablar hasta tarde, cuando el sol bajaba y se aprovechaba el correr de la brisa fresca.
— De todos nuestros recuerdos, el más bonito es John: un niño de siete años que caminaba por la avenida para vender billetes de lotería. Siempre pasaba y veía con deseo todos los libros y revistas de caricaturas. Un día le prestamos una y ese pequeño se sentó a leer hasta tarde – Relató Arauciri Prato con un tono de voz lleno de calidez y afecto. ―Con el tiempo, John siempre llegaba, dejaba los billetes a un lado y se sentaba a leer. Cuando nos agarró confianza, nos habló de su mala relación con su mamá y mi esposo decidió adoptarlo.
El quiosco se convirtió en el refugio del pequeño John González. La familia Rivera lo acogió, sin dudar, como un hijo más dado por la avenida. Era un niño muy inteligente, amaba los libros y le gustaba ayudar a sus padres adoptivos con el quiosco. Al pasar los años, aquel pequeño lector creció ante sus ojos y se convirtió en licenciado de castellano y literatura, egresó de la ULA con las más altas calificaciones.

El tiempo en la avenida transcurría rápidamente, cuando el matrimonio de Arauciri Prato y Julio Rivera terminó. La fundadora le compró su parte y continúo al mando hasta el año 2023. Durante ese año, debió dejar el negocio porque le era difícil caminar, una artrosis fuerte en la rodilla la llevó a buscar tratamiento fuera del país con uno de sus hijos.
— Mis hijas, Isis y Nirvana, se hicieron cargo del negocio familiar. Yo les encargue ser cordiales con nuestros clientes. Siempre les pido poner toda su dedicación al negocio, para poder tener nuestro quiosquito hasta el final – Destacó Arauciri Prato para finalizar la conversación. La señora desde su nueva residencia en Chile añoraba volver a su avenida, llena de risas y buenos recuerdos.
Se sigue el legado de sus padres
Actualmente, El Amigo Lector continúa en el mismo lugar de siempre. Isis y Nirvana Rivera asumieron con amor la responsabilidad del legado de sus padres. La avenida para ellas conserva sus más dulces recuerdos de infancia: sus siestas entre las paredes de lata y los libros, sus juegos en la acera, las amistades de sus padres que con el tiempo fallecieron, los dueños de negocios que se volvieron familia y sus fines de semana dedicados a la venta de ejemplares.
— Nosotras crecimos aquí y aprendimos de nuestros padres cómo llevar las riendas del negocio – Comentó Isis Rivera con uno de sus brazos recostados en el borde del quiosco-. — Todavía vienen clientes de toda la vida, como la señora Alejandra, quien siempre le compraba a nuestros padres y ahora nos compra a nosotras.

Aunque el interés de los lectores en el Táchira ha cambiado bastante, todavía hay varios jóvenes con el gusto por la lectura. Isis Rivera al día puede llegar a vender entre cuatro y diez libros. Las personas buscan todo tipo de ejemplares: textos escolares, novelas literarias, poemas, novelas de ficción o libros de autoayuda. Los precios del quiosco buscan ser accesibles, para continuar con el legado familiar: el conocimiento debe ser accesible para todos.
Las dos hermanas rigen sus vidas de acuerdo con la misma rutina de sus padres: llegan temprano, sacan las revistas y las ordenan, abren el quiosco y acomodan todos los libros. Isis le da su propio toque a la tradición al encender todos los días incienso. Las hermanas se turnan el trabajo, una atiende en la mañana y otra en la tarde, alguna cuida afuera mientras la otra organiza dentro.
Las hermanas crean sus propios mosaicos de libros, en vez de colocarlos en el suelo como sus padres, los arreglan en las dos vitrinas de vidrío. Diligentemente los distribuyen en el escaparate del quiosco, al estar todos los libros en fila, sus tapas dan una apariencia de mosaico. Todos los días varían los libros exhibidos.
El Amigo Lector tiene desde el libro más antiguo: una biblia de enorme tamaño, hasta el más nuevo: una edición de bolsillo del clásico El coronel no tiene quién le escriba, de Gabriel García Márquez.


— Nos gusta mucho llevar este conocimiento a las demás personas porque en la ciudad no hay librerías grandes con tanta literatura. Nosotros deseamos regalar eso a nuestros clientes – Reflexionó Isis Rivera mientras acomodaba ejemplares de diversos tamaños y colores.
La familia Rivera Prato salió adelante en las calles de la avenida Francisco García de Hevia, con su quiosco. Para ellos su negocio es la prueba tangible de un trabajo de 45 años de esfuerzo. Entre sus paredes de lata, todos rieron, lloraron, crecieron y vivieron las mejores épocas de sus vidas, unidos por el amor a los libros y sus amigos los lectores.
Ellas siguen allí, en los espacios de la avenida Francisco Javier García de Hevia, rodeada de los libros y de muchas historias.
(Mariangel Suárez/ pasante ULA)