Bajo la óptica occidental, China no hace lo suficiente para contener a Corea del Norte. Aprieta, sí, pero no demasiado. Lo cierto es que dentro de la complementariedad de los contrarios, propia del ying y el yang taoísta, China debe hacer convivir, en difícil equilibrio, objetivos contrapuestos en relación a Pyongyang.
De un lado, es claro que China no podría nunca permitir una reunificación de la península coreana, bajo la égida estadounidense, como ocurriría si Corea del Norte colapsa. En tal sentido, requiere de un vecino tan fuerte como sea posible. Cualquier conocedor de la historia de ese país puede comprender las razones. En 1776 China era considerada por Adam Smith como más rica que Europa entera junta, siendo el epicentro de un gran imperio, rodeado de Estados tributarios. Sin embargo, los siglos XIX y XX no solo colocaron al país contra las cuerdas, sino que amenazaron con su desmembración. Cuatro mil años de historia estatal se vieron en riesgo y la nación china se vio confrontada a la posibilidad de un caos similar al que prevaleció durante las guerras del siglo tercero antes de Cristo.
Las derrotas en las llamadas guerras del opio con Inglaterra (1840-1842 y 1856-1858) la condujeron a la pérdida de Hong Kong, a la aceptación del consumo del opio, con su consiguiente carga de degradación humana y social y al otorgamiento de humillantes concesiones. Ello vino sucedido en 1860 por la ocupación anglo-francesa de Pekín. Los tratados de 1858 y 1860 con Rusia le implicaron la pérdida de 2,6 millones de kilómetros cuadrados de territorio al este del río Ussuri. Ello sumado a la anexión por parte de Rusia de sus estratégicos puertos de Dalian y Lüshum en 1898. La derrota de 1894 frente a Japón le significó la pérdida de Taiwán, así como la de su soberanía formal sobre Corea. De igual manera, el tratado de 1885 con Francia le obligó a ceder a este país su soberanía formal sobre Vietnam; y el de 1894 con Gran Bretaña le hizo perder la de Burma. En 1897 Alemania ocupó la Bahía de Jiaozhou. En 1900 vino la ocupación de Pekín por una coalición internacional (“55 días en Pekín”). Todo lo anterior presagiaba tan solo su peor pesadilla: la ocupación japonesa y los veinte millones de muertos que esta trajo consigo entre 1937 y 1945.
No en balde, en 1950, durante la Guerra de Corea, cuando persiguiendo a las tropas de Corea del Norte el general MacArthur se acercó al río Yalú, en la frontera con China, Pekín envió sus tropas al combate. Sesenta y siete años más tarde, cuando China ha alcanzado una cúspide de poder y estabilidad territorial no vista desde los tiempos de la dinastía Ming en el siglo XVI, es evidente que no permitirá que Estados Unidos le respire en la oreja. Máxime cuando su propia estrategia en el Mar del Sur de China apunta a expandir su perímetro defensivo y a alejar tanto como sea posible la presencia e influencia estadounidense.
Pero, más allá de no permitir una península coreana unificada bajo un régimen proestadounidense, Pekín y Pyongyang comparten el objetivo de buscar alejar a Estados Unidos de la región. Bajo la lógica de una Corea del Norte poseedora de misiles nucleares intercontinentales, Estados Unidos debería estar dispuesto a sacrificar a San Francisco o a Los Ángeles, para defender a Seúl o a Tokio. Ello bien podría inducir a Washington a diluir su compromiso hacia estas dos capitales y a aceptar un repliegue de su presencia en esa parte del mundo. Bajo esta óptica, Pekín resultaría grandemente beneficiada si la apuesta nuclear de Pyongyang resultase exitosa.
Pero de la misma manera en que Corea del Norte le sirve de muro de contención, y de manera indirecta coadyuva en sus propios objetivos estratégicos, China resulta rehén de las acciones de Pyongyang. El riesgo más evidente sería que un error de cálculo en la agresiva política de esta última capital condujese a una guerra nuclear o convencional con Estados Unidos. Ello colocaría en las fronteras chinas todo el poder destructivo estadounidense. Pero en la misma dirección apuntaría una carrera nuclear en la región. Ante el temor de que Washington pudiese no estar dispuesto a defenderlos, Seúl y Tokio podrían buscar dotarse de armamento atómico. Alternativamente, esas capitales podrían invitar a Washington a que instalase armamento nuclear en sus territorios.
Sin llegar a los extremos anteriores, estaría también el costo manifiesto de una enmienda de la Constitución pacifista de Japón con miras a permitir un rearme convencional en gran escala. En la misma dirección apunta un incremento del posicionamiento militar estadounidense en Corea del Sur. La reacción china frente a la instalación del sistema defensivo Thaad en dicho país fue indicativa del malestar de Pekín. Todas las opciones anteriores irían a contracorriente de las ambiciones chinas de alcanzar un papel hegemónico en el este de Asia y aumentarían de manera significativa su nivel de vulnerabilidad. En tal sentido, Corea del Norte se transforma en su talón de Aquiles. (Alfredo Toro Hardy)