Los que no demoran su llegada a sus destinos de su agenda diaria por la falta del transporte público, lo hacen porque deben aguardar en una cola para conseguir gasolina, o para conseguir alimentos a precios regulados.
Lo cierto es que San Cristóbal, en estos tiempos –calcularlos en días o meses resulta trivial- se ha ralentizado con un lento despertar y un abrupto fin de la jornada, y nada parece revertir esa situación sino por el contrario convertirla en costumbre.
Las paradas del centro de la ciudad, se ven abarrotadas de usuarios del transporte público, que pacientes esperan, ya no solo en horas pico, por una o dos horas, a que pase el vehículo que los llevará a los destinos largos, a esos que van más allá de sus posibilidades físicas, en tanto si el trayecto es relativamente corto o en “bajadita” de donde sea se saca energía corporal y hasta moral para cubrirlo a pie.
Otro espectáculo se contempla en las estaciones de servicios, por supuesto, a las contadas que han sido abastecidas de combustible, donde el larguero vehicular se extiende por kilómetros, y así permanecerá por unas horas más hasta que algún empleado de la gasolinera o personal de seguridad marque al último carro que será atendido por el día de hoy.
Los conductores saben que hacer cola les implicará perder una mañana o una tarde, aunque en realidad se pierde es el día completo, en vista de que la misma actividad económica –y hasta social- de la ciudad prácticamente ya está clausurada a las cuatro de la tarde. Los peatones saben que solo contar con la tracción de sus piernas para movilizarse a sus lugares de trabajo, por ejemplo, les puede traer como consecuencia perder un día de trabajo, o en el mejor de los casos, madrugar mucho más y salir más temprano, y escasamente cumplir con alguna otra diligencia personal o de salud, o disfrutar del tiempo libre.
Hasta que el cuerpo aguante…
Caminar porque no hay buseta, caminar porque se demora demasiado, caminar una cuadras porque solo recoge pasajeros en determinadas paradas o en esas las unidades vienen menos atestadas, caminar porque no hay en el bolsillo el suficiente efectivo para pagar el pasaje, caminar porque el presupuesto no alcanza para un viaje en taxi, o caminar simplemente porque el cuerpo se ha acostumbrado, y paradójicamente, a veces se convierte en la manera más rápida de hacer las cosas. Y si hay que caminar se camina, independientemente de la edad, la condición física o las distancias, y tristemente, a veces los cuerpos más desfavorecidos por las precarias condiciones nutricionales a que los somete la crisis del país, son los más forzados a esos paseos nada entretenidos.
En el pasado hasta para avanzar una cuadra muchos preferían tomar una buseta e incluso hasta un taxi
Alvaro Aguilar, hombre que ya sobrepasa los 70 años, marcha hasta donde el aguante de piernas se lo dicta, y ha tenido que desplazarse desde el Hiperbarata hasta el barrio El Río, casi dos horas a paso forzado; pero casi todos los días se echa el pleno a pie. Le da gracias a Dios por proveerlo de la salud necesaria para soportar ese esfuerzo; lo que no puede decir de sus zapatos, ya roídos y sin tener dinero como cambiarlos.
Carlos Suarez, quien por tres horas ha buscado la manera de dirigirse desde el Centro a Pueblo Nuevo donde labora, se pregunta cómo cuando se suben los pasajes en vez de mejorar el servicio se empeora, y sin ocultar su malestar, afirma que “todo esto es falta de gobierno”. Está a punto de resignarse a devolverse a su casa, ya que de hacerse ese “trote” a pie hasta su trabajo a esas horas, va a llegar agotado y sin fuerzas.
Los estudiantes representan otro sector social afectado la falta de transporte, lo que conlleva llegar atrasados a sus clases. A esto se le agrega que desde hace ya un buen tiempo no cuentan en muchas rutas con el pasaje preferencial, y no cargan consigo dinero en efectivo.
Para la estudiante Elia Ortiz, el recorrer, muchas veces sola, la ciudad, signfica igualmente riesgos para su seguridad personal
–Es fuerte –afirma Ortiz- porque primero uno corre peligro por ahí. Por ejemplo yo vivo en Santa Ana y se complica mucho llegar a la universidad. Hoy en día quien quiera estudiar debe echarle pichón.
Todos los días Laudemar Ramírez Sánchez, baja y sube del Poligono de Tiro hasta la Avenida Libertador, y como debe estar a eso de las siete de la mañana en su lugar de trabajo, para lo cual debe madrugar antes de las cinco de la mañana, exponiéndose a los peligros entre penumbras
–Ya con la edad que tengo, sesenta y tres años, –comenta Sánchez —el cuerpo no me da para subir y bajar. He tenido dolores en las piernas, y eso uno los calma con sus bañitos de agua caliente, sal y me hago masajes.En la madrugada uno se viene escondiéndose entre las casas para evitar la inseguridad, y no le vayan a quitar a uno lo poco que se tiene.
Freddy Omar Durán