En la educación, como en todos los ámbitos de la dinámica social, las incongruencias, las incoherencias, resultan asaz negativas. Sobre todo aquellas en las que se quiere juntar “vinagre y aceite”, intentando conciliar principios y fundamentos en medio de propuestas que procuran maquillar el modelo educativo nacional favoreciendo sin atenuantes el llamado “gatopardismo”, es decir, cambiar en apariencia para que nada cambie. A través de la historia ha sido común y recurrente el discurso de la reforma y la transformación educativa a partir de maquillajes, de cambios de utilería que en nada tocan o comprometen los elementos de fondo del modelo y los procesos educativos. Son las más de las veces, simples cambios en el hacer, la modificación de procedimientos y actividades que no afectan lo sustancial y por el contrario terminan oxigenando modelos agotados y obsoletos.
Digo esto porque en el discurso del Ministro de Educación Elías Jaua, registrado en su programa radial y en declaraciones a los medios de comunicación, insiste y hace mención de los proyectos de transformación educativa puestos en ejecución tanto en la educación primaria como, en este año escolar en específico, en la media y media técnica. Sin embargo, basta hacer una visita a instituciones escolares y observar las características de sus rutinas y actividades, para advertir, con preocupación que ahora transmito, que no se está haciendo nada o excepcionalmente, muy poco. El día a día de nuestra escuela transcurre en una rutina predecible y fatigante, totalmente agostadora como la califica la Prof. Aurora Lacueva, toda vez que antes de alentar el aprendizaje, la búsqueda y la alegría de saber, hace lo que el sol de agosto en las siembras, prados y bosques de los países del hemisferio norte. Son jornadas repletas de copias y dictados, con contenidos alejados de los intereses de los discentes, de aburridas consultas a textos escolares obsoletos ante la resistencia a utilizar los de la Colección Bicentenario, de computadoras portátiles –Canaimitas- sin uso o utilizadas sin conexión en una simple sustitución del cuaderno tradicional, con evaluaciones que no superan las respuestas memorizadas a preguntas intrascendentes y paremos de enunciar, en un permanente cultivo del pensamiento único, antagónico del pensamiento crítico a que se aspira.
No es posible hablar de transformación del modelo educativo si no se procede de verdad y en serio a promover el quiebre del actual, obsoleto e improductivo. Hay que, como lo expresa Eduardo Galeano, poner “patas arriba la Escuela”, desechar las actividades escolares incapaces de atraer a niños y jóvenes a aprender, desterrar los procesos que no activan ni incentivan las funciones superiores de la mente, abandonar la creencia de que solo se aprende en la escuela y acercarse a abrevar en los saberes que por montones circulan fuera de ella, cuya relevancia resulta igual o mayor a los pocos que se logran en la institución hoy día. Y sobre todo, comprender que ni los docentes ni la escuela poseen todos los saberes que “deben transmitir”, mucho menos en la realidad actual denominada “sociedad del conocimiento”, en la que se reducen a diario los lapsos de vigencia y duplicación del conocimiento universal.
Esta propuesta de subvertir la dinámica escolar no es para acabar con la institución educativa, es por el contrario para salvarla. Se trata de preservarla, garantizar su vigencia, porque de seguir así pronto perderá su valor primordial en la sociedad. Es tiempo de revisar las nociones de enseñanza como proceso de transmisión, así como del aprendizaje acumulación de saberes inconexos e irrelevantes y experimentar con el aprendizaje cooperativo, entre todos, buscándolo dentro y fuera del aula y la escuela, recurriendo a la tecnología, a libros, revistas y recursos diversos y también a la experiencia y al saber de personas de la comunidad. Es la hora de superar la limitación del aula y la hora de clase en las que se aprenden “pastillitas” sin relación, para comprometerse con el logro de saberes amplios, profundos, contextualizados, generadores de nuevas interrogantes y renovadas incitaciones a la aventura de despejarlas. Pero sobre todo, hay que contar con la motivación y el entusiasmo de los buenos educadores, que los hay en cantidad. (Gustavo Villamizar D.)