Y el catastrófico testimonio se hizo eco doliente en todas las latitudes del planeta. Un semillero de 75 mil muertos, heridos en agonía y mutilados, quedó esparcido por las dos poblaciones costeras de Japón cuando el capitán de la aviación norteamericana Paul Tibbets lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. El ataque bélico se perpetró a las 11 de la mañana del martes 9 de agosto de 1943 en el epílogo de la segunda guerra mundial. Hace ya 75 años, un día nefasto para la humanidad. Las secuelas de las descargas nucleares causaron más fallecimientos y lisiados durante semanas, meses y años, pese a la fuga masiva aterradora de los pobladores de las dos ciudades, en su gran mayoría industriales y pescadores. Desde ese mismo momento, los familiares de las víctimas y habitantes de todo Japón elevaron sus voces para alertar al resto del mundo. Pero no fue un clamor de venganza ni grito impotente de protesta. Sus angustiosas voces eran de arrepentimiento y penitencia. “La guerra es muerte y destrucción”. “Queremos vivir en tranquilidad”. “Ansiamos la paz”. Y ante el milagro comprobado en el barrio cristiano de Hiroshima, donde lo único que quedó en pie intacto fue una de las campanas de la iglesia católica que volvió a repicar al ser reconstruido el templo, se enviaron delegaciones de niños y jóvenes a otros países, para abogar por la paz internacional. Fue así hace 37 años, en 1.981, luego de la visita del Papa Juan Pablo II y de su histórico discurso en Hiroshima al implorar la pacificación mundial que las Naciones Unidas respaldaron el clamor en oración colectiva de todo Japón y varias potencias mundiales. “No queremos más guerra”. “No más muertes ni destrucción”. “Ansiamos vivir en paz”.
Germán Carías Sisco