La final del mundo, en verdad, se jugó en Moscú el 15-7-2018, en el Campeonato Mundial de Fútbol, entre el nuevo campeón Francia (4) y Croacia (2). Y en realidad lo que se jugaría (se suspendió por violencia del público) el 24-11-2018 en Buenos Aires, era la Final de la Copa Libertadores de América entre los famosos equipos bonaerenses River Plate y Boca Juniors; pero los argentinos, al compás del lema “el mundo se paralizó”, que reiteraban con machacona insistencia, bautizaron el frustrado e interesante juego (por la gran calidad de sus futbolistas) como “La final del mundo”, lo cual recuerda otro curioso nombre que a su turno incrustan los estadounidenses quienes, a los juegos decisivos de las Grandes Ligas, llaman “Serie Mundial” pese a que sólo compiten equipos de su país. Empero, no es a estas divertidas similitudes folclóricas de Argentina y EE.UU. que deseo referirme, sino al gravísimo problema de la violencia e impunidad en los deportes.
Este otro capítulo de esa terrible violencia en serie ocurrió cuando –a rostro descubierto– fanáticos del River (filmados) atacaron a pedradas al bus que llevó al estadio a los jugadores del Boca, algunos de los cuales sufrieron heridas e incluso el capitán en un ojo; y a aficionados del Boca, incluso damas y niños. En Argentina –como en todo el mundo– hay total impunidad de los delitos en el fútbol: se pretende, entre otras memeces, que no sean juzgados por tribunales porque son “sólo fiesta” y para eso están “las reglas del deporte”, como si fueran un orden jurídico paralelo e impertinente en un Estado de Derecho.
El director del River (Gallardo) y los periodistas, con razón, condenaron tales hechos y el haber quedado muy mal Suramérica “ante el mundo” (no cesó la ingenua creencia de que “el mundo” se “paralizó” para ver tal juego). A ellos les recuerdo que en la culta Europa también y con mayor ahínco se cultiva la violencia: bastaría el hacer mención de la pavorosa matanza habida en Bruselas (algunos han dicho que Bélgica es “la nación más culta de Europa”) en el estadio de Heyssel en 1985 cuando en la final de la Copa Europea, ingleses (Liverpool) atacaron italianos (Juventus) y mataron a cuarenta, algunos ensartados con las astas de las banderas. Los argentinos suspendieron su final; pero los belgas sí dejaron jugarla apenas un rato después del multitudinario y terrorífico crimen, como si no hubiera pasado nada y en holocausto del humanitarismo: es el inmenso poder del deporte y del fútbol en especial, todopoderoso por sus fabulosas ganancias.
En Buenos Aires declaró el presidente de CONMEBOL (el colombiano Alejandro Domínguez) contra la violencia del público e hízole una carta; pero la impunidad principia por la causal incuria de las propias autoridades futbolísticas (CONMEBOL, FIFA, etc.) que nada hacen para detener la gran violencia irreglamentaria entre los jugadores, que muchas veces llega a lo delictuoso.
Esta violencia agrada al público (por la compulsión de la gente a la violencia) y cuando entrevisté a Di Stéfano me dijo que “por eso es que no gustan los juegos amistosos”. Y tal violencia se transmite al público o a “la fiera que ruge en los tendidos” (Blasco Ibánez) y el público es trastornado por la cólera que cuando crece en insania, causa graves daños y aun mortandades. Hasta las peleas del UFC tratan de aminorar su muy violento ejemplo porque los combatientes terminan abrazados, en feo contraste con los futbolistas que ex profeso se propinan a diario una atroz tunda de golpes prohibidos. A pesar de todo ello, nada hacen al respecto las autoridades porque esa teatralidad con el pito y las ridículas sanciones como la tarjeta amarilla, a mí al menos, no convencen…
Empero, ¿qué pueden hacer esas CONMEBOL, FIFA, etc? Nada: si realmente cumplieran (al través de autoridades menores o árbitros) con su responsabilidad eminente, protegiendo el derecho de los futbolistas a no ser lesionados y aun matados, serían despedidos al poco tiempo pues yugularían la violencia criminal en los partidos; disminuiría el fanático interés por ellos y causarían importantes pérdidas a los dueños de equipos. Por eso es que tales “autoridades” –para decirlo en román paladino– reniegan de sus obligaciones (en la praxis al menos) y se despeñan al pragmatismo utilitarista (“Calla y come”) del rey argelino y resignado cornudo de la ópera del “Mozart italiano”, Rossini, titulada “Una italiana en Argel”: rabia de celos por su amada e infiel italiana; pero cumple su deber de ser un comedor callado para pertenecer a la orden italiana de los “pappataci”…
Se debe exigir al deporte y a aquellos dueños, sus verdaderas autoridades u “hombres de atrás” según el Derecho penal, que respeten el derecho del pueblo a su educación con paradigmas éticos. Un deporte desviado de su esencial oriente noble es un factor criminógeno directo; e indirecto por su tan maligno cuan ultrapresenciado ejemplo de conducta, que daña el alma de todos y en especial de niños y jóvenes.
Alejandro Angulo Fontiveros