El cierre de un período y la apertura de otro, trae consigo la posibilidad de la esperanza. Tan es así que con las doce campanadas nos abrazamos para desearnos lo mejor de lo mejor, y nos deshacemos en una larga lista de todo aquello que anhelamos se patentice en la vida del ser amado y del amigo (en el fondo, en la de nosotros mismos), y en lo más profundo de nuestro ser, esos deseos son lanzados al infinito, al Altísimo; a esa fuerza cósmica que las diferentes culturas denominamos de manera distinta, pero que al fin y al cabo representa lo que está por encima de nuestras propias posibilidades y a la que queremos arrancarle hálitos, destellos y visos de la felicidad humana.
Pero, ¿qué es la felicidad? Para mi desconcierto, cuando hace ya muchos años me encontraba en la compleja tarea de escribir un libro acerca de este resbaladizo tema (que salió al mercado en varias ediciones con el título de Ser felices para siempre), hallé tantas variables, tantos conceptos y perspectivas, que caí en la tribulación, y aquel proyecto que buscaba encontrar, en medio del maremagno de autores y de visiones (muchas de ellas impregnadas de filosofías, religiones y nuevas alternativas), un punto medio desde lo académico y lo científico, terminó por ser un ensayo completamente libre de creencias, escuelas, corrientes, ataduras e influencias definitivas, y responder así a mi propia interioridad (traducida en experiencias místicas, vivencias y latidos).
Luego de trajinar durante largo tiempo con aquellas páginas que fluían a la manera de un portentoso río, como todo (“buen”) ensayo el libro regresó al punto de partida de la disquisición, y la definición de esa categoría dura de roer desde lo epistémico y lo ontológico, quedó en las manos del lector (quizás más habilidosas que las mías). Es decir, luego de mostrarme en mi más obscena interioridad, deslastrado de atavismos y grados, de poses intelectuales y de la verborragia propia del académico que busca siempre pontificar desde su “experticia” y de su método, dejé a la libre una papa caliente que ya amenazaba con quemarme las manos, y que no podía mantener en mi campo ni un minuto más. El libro había llegado a su final.
Felicidad, entre millones de posibilidades (tantas, como personas pueblan este precioso planeta), es el disfrute del ahora, sin más pretensiones que el sentirnos conectados con la totalidad de un universo que nos abraza a cada instante, y que en ese portentoso abrazo nos deja (a su vez) en libertad para ser lo que queramos ser, pero sin más atadura que nuestra propia decisión personal. En pocas palabras: la felicidad está en nuestras manos y es del color de nuestros sueños y anhelos.
En ese abrazo de año nuevo abrazamos a la totalidad del universo (representada por nuestros seres amados), y nos conectarnos con el cosmos. En un solo instante nos cargamos de energía y le decimos al mundo que somos uno y a la vez una humanidad, que se entrega como “un todo” para recobrar así su propia libertad personal y familiar.
Este es el verdadero milagro de la fiesta de fin de año, que no debemos desaprovechar. Se nos abren 365 días para vivir a plenitud, independientemente de los momentos difíciles (o precisamente por la certeza de que ellos vendrán). La vida en su permanente oscilar nos lleva de aquí a allá, y en ese amplio espectro de posibilidades, en ese inmenso abanico de realidades, en esas antípodas que nos obligan a tomar drásticas decisiones (muchas veces dolorosas), se nos cuela también la felicidad.
¿Es posible ser felices para siempre? Todo dependerá de la capacidad que tengamos de hacer del día y de la noche la amalgama perfecta.
Ricardo Gil Otaiza