En la actualidad dos poderosas fuerzas de signo contrapuesto hacen sentir su impacto sobre la marcha de la globalización. Una de ellas la empuja hacia delante, mientras la otra contiene su avance y promueve su declive. Todavía es prematuro visualizar cual de ellas terminará prevaleciendo.
La capacidad expansiva de China y de la clase media asiática, cuyo crecimiento se estima que representará el 80 por ciento del aumento de las clases medias del mundo hasta 2030, representan las dos mayores turbinas que impulsan a la globalización. Del otro lado encontramos al populismo con su carga de nacionalismo económico y al desplazamiento económico que las tecnologías disruptivas traen consigo. Mientras el populismo crea barreras y socava al libre comercio, la llamada Cuarta Revolución Industrial con su avalancha tecnológica amenaza con generar un desacoplamiento entre las economías avanzadas y las que no lo son. Bajo estos dos impulsos, altamente disímiles pero convergentes, la globalización se ve seriamente amenazada.
Si el futuro entrañara un relanzamiento de la globalización, parecería obvio que América Latina debería amoldarse a ella. Más aún, debería buscar un posicionamiento que le permitiera extraer los mayores beneficios que la misma pudiese brindarle. Sin embargo, si la globalización estuviese entrando en fase de declive, América Latina debería comenzar a buscar alternativas económicas a ésta.
Esta encrucijada presenta inmensos retos. Si la región debiese abandonar las reglas de una globalización que le fue impuesta, y a la cual debió adaptarse, indudablemente sufriría. El desajuste de allí resultante sería grande. Sin embargo, la incertidumbre se presenta como un problema aún mayor. Planificar y posicionarse adecuadamente en medio de signos contradictorios, es un desafío mayúsculo.
La globalización emergió como resultado de una intención política y de una factibilidad tecnológica. Ahora se ve seriamente amenazada por las mismas dos razones. Una intención política en ascenso, el populismo, va a contracorriente de lo que en su momento plantearon la Ronda Uruguay del GATT, el Consenso de Washington o las reformas estructurales del FMI. De la misma manera, los avances tecnológicos representados por la Cuarta Revolución Industrial apuntan a la obsolescencia de las llamadas cadenas de suministro y las cadenas globales de valor, sobre las que ha sustentado tecnológicamente la globalización.
Lo confuso de la situación no exime a América Latina de la necesidad de trazar, en la medida de sus posibilidades, un mapa de ruta. La mejor manera para hacerlo es tratar de analizar las tendencias que actúan a favor y en contra de la globalización, buscando medir sus respectivas fortalezas, capacidad de convergencia e impacto potencial. Ello requiere, a la vez, tratar de identificar las fallas, vulnerabilidades y contradicciones de ambas fuerzas. Más aún, en el caso de la Cuarta Revolución Industrial, hay que tratar de identificar cuando se irán materializando y haciendo comercialmente viables las nuevas tecnologías. Con estos elementos en mano podría obtenerse mayor claridad acerca de los vientos que soplan y, por extensión, dársele mayores herramientas de planificación a América Latina.
Sin embargo, no pareciera haber alternativa a mantener un cierto grado de ambivalencia. Solo jugando las cartas en ambas direcciones, puede la región precaverse de los resultados de un proceso demasiado fluido. Más aún, esta fluidez en curso exige de pragmatismo, resiliencia, creatividad, imaginación y convergencia de acción.
La curiosa ecuación formada por el populismo, la rabia política, el nacionalismo económico, los algoritmos, el aprendizaje profundo, los robots, la impresión 3D, la nanotecnología, las granjas tecnológicas verticales, la emergente industria alimenticia post animal o la energía renovable, entre otros elementos, puede terminar succionando el oxígeno de la globalización. No solo se trata de que emergen barreras para su funcionamiento, sino que el buscar opciones manufactureras y de servicios más baratas, e incluso materias primas, en tierras lejanas, perderá ya mucho de su sentido. ¿Para qué buscar al otro lado del mundo lo que puede obtenerse en casa a precios competitivos? Eso es precisamente lo que ocurrirá cuando la automatización o la tecnología aditiva hagan más económico producir en el mundo desarrollado, o cuando los algoritmos provean en ellos servicios a menor costo, o cuando las materias primas comiencen a ser abandonadas por substitutos a buen precio allí producidos.
Por más que la globalización esté lejos de haber abierto un camino de rosas para América Latina, este desacoplamiento posible entre los mundos desarrollados y en desarrollo, representaría una opción inmensamente más difícil para la región. Sin embargo, si ello es lo que nos deparase el futuro, habría que hacerle frente.
Alfredo Toro Hardy / [email protected]