El sacerdote de la parroquia San Miguel Arcángel del barrio El Cementerio, de Caracas, tuvo que ingeniarse cómo conseguir los insumos que su Iglesia necesitaba para poder celebrar la Semana Santa.
En un país que gana en bolívares, pero gasta en dólares, el párroco Wilfredo Castellanos tuvo que conseguir esta moneda para comprar los elementos que se requerían para la conmemoración. Y es que ante una hiperinflación estimada en 10 millones por ciento para 2019, de acuerdo con cifras del Fondo Monetario Internacional (FMI), los comerciantes que aún quedan en Venezuela hicieron a un lado el bolívar.
En promedio, cada mes, Castellanos necesita 500 dólares para los gatos de San Miguel Arcángel, un monto que equivale al menos a 80 salarios mínimos de su país. Este importe lo ha conseguido con las limosnas de los fieles y las ganancias que le quedan de los productos que vende en la Iglesia, pero Semana Santa, como siempre, dispara los gastos y su comunidad es de escasos recursos.
Entonces, las limosnas en las eucaristías ahora no son tantas y en su comunidad él es el llamado a realizar obras sociales para ayudar a los más necesitados con mercados y almuerzos. A la caridad que siempre lo ha caracterizado se suman los gastos mensuales para que la iglesia pueda mantener sus puertas abiertas.
Solo el nuevo cirio pascual vale hoy 80 dólares y puede llegar a los 170. Tener ese dinero no asegura poder comprarlo porque la parafina, imprescindible para fabricarlo, escasea y las iglesias no son las únicas que compran velas: los ciudadanos comunes ahora también las incluyen en su canasta básica por los apagones y el racionamiento de energía.
Las cuentas continúan. “El gran problema son las palmas benditas. El Domingo de Ramos las personas siempre han buscado su palma para conservarla en casa, pero una vale entre 10 y 16 mil bolívares, unos 5 dólares”. Es decir, un salario mínimo, estimado en 18 mil bolívares, así, con suerte, este año solo alcanzó para comprar una planta.
El padre Wilfredo reconoce que la situación de su parroquia puede ser más grave que la de otros lugares: está en medio de un barrio popular en el que hay que hacer las procesiones de día o antes de que la oscuridad llegue porque en la noche o se va a luz o se escuchan los disparos de los grupos armados que se enfrentan en El Cementerio.
Entonces, su comunidad religiosa no solo busca formas de sobrevivir ante la falta de recursos, sino que se ve amenazada por la inseguridad.
La crisis de las iglesias no solo se cuenta desde los estratos más bajos; llegó a todas las esferas económicas.
Hostias compartidas
En la Iglesia Nuestra Señora del Coromoto, en La Guayana, Estado Bolívar, la situación no es lejana a la de la parroquia San Miguel Arcángel, de Caracas. “La cosa se va cuesta arriba, el país poco a poco se deteriora y estamos tocando fondo”, dijo su párroco José Salazar, quien lleva un año al mando de esta comunidad, ubicada en un barrio de clase media-alta.
Para las religiosas que fabrican las hostias es difícil conseguir la harina, debido a la escasez de trigo, explicaron a EL COLOMBIANO cuatro sacerdotes.
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En un país donde el 87,3 % de la población es católica, de acuerdo con las estadísticas sobre religiones de The Cline Center For Democracy, instituto de investigación suscrito por la Universidad de Illinois, Estados Unidos, es complejo atender la demanda de estos elementos que representan el alimento sagrado.
Entonces, Salazar tiene que partirlas para que alcancen para las 1.500 personas que van a misa en Nuestra Señora del Coromoto cada semana. Una afluencia que, asegura, siempre aumenta en la Semana Mayor porque –a pesar de la migración en la que han salido alrededor de 3,7 millones de personas, según datos de Plataforma de Coordinación para Refugiados y Migrantes de Venezuela– la religiosidad de su comunidad aumentó en tiempos de crisis.
Y el testimonio de Salazar narra la misma visión de sus colegas: “La Semana Santa anterior fue más llevadera”.
Perseverar en Dios
En la Parroquia San Blas de la ciudad Valencia, estado Carabobo, el padre Julio Ramón Rodríguez tampoco consiguió las hostias que necesitó por la escasez de trigo. De los once años que lleva como párroco de esta iglesia, aseguró que la Semana Santa 2019 ha sido la más difícil de todas. “La participación era más plena; las donaciones, más abundantes. Había mucha alegría, pero estas cosas se han ido limitando y el transporte lo hace más difícil”, dice el sacerdote.
Las hostias, el vino de consagrar, el incienso, las flores para el monumento del Jueves Santo o el mantenimiento de las imágenes religiosas son parte de su lista de ítems que en una Venezuela dolarizada son difíciles de conseguir. Aunque esté bajo ese panorama, la determinación de Rodríguez sigue intacta.
Al preguntarle qué lo impulsa a perseverar, su respuesta evidencia la convicción que tiene por el país: “La fe nos dice que Dios no abandona a su pueblo. Hay que luchar, hacer presión social. De esta tenemos que salir pronto. El cambio lo esperamos con la misericordia del señor”.
El padre Fray Luis Salazar de la Iglesia de Nuestra Señora de Chiquinquirá, de Caracas, pasó de imprimir más de mil copias con la programación para la Semana Santa, en un cuadernillo tipo revista, a sacar 500 fotocopias a blanco y negro con la agenda de actividades porque la inflación disparó los costos.
A pesar de esa suma de factores que van contra la fe de las comunidades católicas, los sacerdotes mantuvieron viva la celebración de la semana mayor con los fieles. En medio de la crisis que atraviesa el país aseguraron que cada vez más personas van a la Eucaristía para pedir que se estabilice la situación.
Ya es Sábado Santo y los sacerdotes ven los frutos de su esfuerzo para llevar la celebración a los fieles. Ahora solo esperan que la situación el próximo año sea más amable con sus iglesias.
JULIANA GIL