Al segundo día, algunas almas piadosas le llevaron alimentos que ingería con desesperación; pero nadie osaba acercársele a menos de dos metros por temor a ser agredido con el largo y espinoso leño que usaba a guisa de bastón. En la mañana del tercer día, el mendigo desapareció sin dejar rastro; en el lugar sólo quedaron restos de alimentos, trapos sucios y hojas de periódico. Según comentó un trasnochador, cerca de las dos de la madrugada fue recogido por el conductor de un vehículo que se alejó velozmente del sitio.
Una de las personas que más se apiadó del vagabundo que protagonizaba los chismes de la pequeña ciudad, fue doña Adela. Desde la muerte de sus dos hijos vivía recluida en la casa solariega, con zaguán, ventanas con pollo de madera noble, hermoso jardín interior, dos salas, siete dormitorios y tres baños que su familia había ocupado por varias generaciones. El solar colindaba con el patio trasero de otra vivienda, y ambas tenían entrada por dos calles de una misma manzana, es decir que ocupaban la manzana completa.
Una mañana estaba restregando una blusa sobre la superficie rugosa del lavadero ubicado en el solar, cerca del cuarto de los chécheres cuando repentinamente vio a un hombre intentando saltar la pared de bahareque y a dos policías municipales, seguidos de varios vecinos, persiguiendo a aquel que intentaba escapar desesperadamente. Con dificultad, el perseguido traspuso el obstáculo y se acurrucó en un pequeño matorral adyacente. Un vecino logró trepar y se asomó al otro lado, pero no pudo ver al agazapado.
— ¿Buenos días, vecinos, qué está pasando?—gritó alarmada, doña Adela.
—Buenos días, doña Adela estamos persiguiendo a un ratero que estaba escondido en la casa de los Durán. Se nos escabulló por el solar y parece que saltó para su casa.
—Yo no he visto a nadie. ¿No será que se escondió en el patio de los Aliviares?—Mintió.
— ¿Está segura, doña Adela?— interrogó uno de los policías con duda en sus palabras.
— ¿No oyó lo que le dije? Yo no vi a nadie—afirmó sin dejar lugar a las dudas, la buena matrona.
—Qué cosa más rara—.murmuró intrigado otro de los vecinos, mientras se encaramaba en la pared.
—Hágame el favor y se me baja de la pared, don Ernesto, porque anoche llovió mucho y está muy blandita.
—Disculpe, doña Adela. ¡Vámonos, parece que al ratero se lo tragó la tierra! —dijo el frustrado vecino encabezando la retirada de los perseguidores.
—Sí ve a un hombre raro nos avisa, por favor, doña Adela. Vamos a seguir buscando.
—Yo le metí una “piedrada” por la cabeza y seguro que está “escalabrao”—advirtió el vecino de mayor edad.
—Está bien, si veo cualquier cosa le aviso a la policía — rezongó la anciana fingiendo retirarse.
A los pocos minutos regresó comprobando que el hombre continuaba en la misma posición. Se acercó cautelosamente, conmovida hasta lo más profundo de su alma. La frase “perro sarnoso” podía aplicarse a la perfección al remedo de persona que permanecía encogido sobre sí mismo entre las matas de “Amor ardiente”. Con infinita compasión se acercó hablándole suavemente. Cuando el hombre levantó la cara, la sorpresa hizo que el corazón de la anciana latiera a ritmo de caballo desbocado,
— ¿Por Dios, hijito, que me le pasó? ¿Por qué lo están persiguiendo?
El “perro sarnoso” no reaccionó y la anciana se vio obligada a arrastrarlo, prácticamente, hasta el cuarto de los chécheres donde lo recostó sobre una vieja colchoneta arropándolo con una cobija y advirtiéndole que no saliera porque los policías seguían buscándolo. Le aconsejó descansar y le prometió volver más tarde con sopa de pollo caliente y jugo de moras muy frio.
A las dos de la tarde, cuando sus hijos se marcharon, doña Adela lavó, curó, vistió y alimentó al hombre del cuarto de los chécheres. Varias cosas llamaron la atención de la maestra que se creía “curada de espantos”: una profunda herida en la región parietal, una venda Tensoplast colocada en la parrilla costal derecha que parecía haber sido manejada por un profesional de la medicina o enfermería, e innumerables hematomas y cortes profundos en caderas, nalgas y espalda que databan de por lo menos tres semanas. En algunas heridas pululaban gusanos.
Sin vacilar un minuto, la buena mujer cuidó de aquel desconocido poniendo en riesgo su vida y su integridad, sin hacer preguntas o motivar respuestas. Así, durante siete semanas acudió furtivamente al cuarto donde la familia guardaba todo lo que no usaba, pero no quería desechar. La primera semana el hombre no respondió de sí y solo atinaba a mirar aterrorizado la puerta de la habitación cada vez que el perro de la casa husmeaba por los alrededores. Lentamente las heridas sanaron y la actitud cambió. Una tarde articuló algunas palabras; lo primero que hizo fue dar las gracias a su bienhechora; también, le dijo que no podía permanecer más tiempo allí, que muy pronto vendría a buscarlo alguien y que sólo se necesitaba avisarle. Doña Adela comprobó el nivel de educación, el grado de inteligencia y los modales afrancesados de su protegido, y sintió gran alivio al saber que alguien se ocuparía de aquel desgraciado y sus preocupaciones terminarían. Juntos planificaron la estrategia de escape para el próximo viernes por la noche.
El día pautado, deseándole toda la suerte del mundo, doña Adela le sirvió pan azucarado con chocolate de pepa; lo que pensaba sería el último puntal del prófugo. Eran las tres de la tarde y se sentía segura porque todos los viernes sus hijos solían reunirse en la Plaza Bolívar después del trabajo con sus amigos y no regresaban hasta la medianoche. Estaba haciendo la última cura al vagabundo cuando escuchó el familiar sonido de una llave intentando vencer la resistencia de una cerradura. Se quedaron petrificados; el uno maldiciendo entre dientes y la otra rogando al santo Cristo para que no se abriese aquella puerta. Finalmente, desistió y escucharon sus pasos dirigiéndose a la casa. La maestra esperó antes de salir.
(Liliam Caraballo)