Un espacio público más invadido de carros estacionados por doquier, y menos gente en las calles, concentra en las plazas públicas señales de abandono que impera en nuestra San Cristóbal.
En la plaza Rafael Urdaneta, frente al Edificio Nacional, por ejemplo, donde pulula una vegetación montaraz donde se asoma una calvicie en aquellos rincones donde el hombre lo único que últimamente ha sembrado es la devastación y la suciedad.
A su alrededor estacionan muchos de los vehículos en camino a obtener un poco de combustible, cuyos conductores más que acceder a su ámbito y reposar en sus butacas, prefiere mantener la distancia. Ya cansados de permanecer todo el día en sus vehículos, salen de ellos para departir con los otros que también andan en la calamidad de la escasez pero prefieren sentarse más cerca de la calle, ya que si se adentran el riesgo va por su cuenta.
Tener que quedarse en la noche en cola para abastecerse en la Plaza Sanmiguel, cinco cuadras más abajo, lo evitan a toda costa: como sean los conductores se ponen de acuerdo de abandonar sus cercanías, y solo regresar ya en la mañana. No hacerlo, es someterse al riesgo de ser devorado por una boca de lobo en la que medran la delincuencia y la vida licenciosa.
Los legendarios arboles allí plantados han sido testigos de una ciudad que ya no los determina ni como escenario de eventos políticos, cultural y sociales, ni como descanso para los ajetreos urbanos, ni campo de juego para los niños que deberían ser liberados de las cadenas de las pantallas, ni punto de encuentro para las citas furtivas o las confesiones más íntimas. Algún ignorante pensará que ellos no cumplen ningún rol; pero se equivocan: como estudios científicos han comprobado los árboles inhalan la contaminación, gran parte de la cual en nuestra ciudad provocan factores como las expulsiones de monóxido de carbono de los automóviles, las emanaciones de las basuras acumuladas en grandes montículos, y la quema de las mismas.
Esas plazas ha sido olvidada incluso de parte de cierto sector de la delincuencia, que ya no encuentra bronce que extraerle. Víctima del robo, también ha sido el Bolívar ecuestre, en todo el centro, despojado de su espada, del símbolo para guiar a las masas a la victoria, esas mismas masas que hoy en día se confiesan desorientadas en todos los aspectos.
Por los resquebrajamientos de las caminerías brota el monte, y apenas las construcciones en piedra y cemento como bancos y pedestales, no se las han llevado porque no las pueden revender. Apenas se puede alguien acordar que algunas vez allí existió iluminación porque en pie aún siguen los postes con su respectiva luminaria. Una vez en ese lugar debieron existir placas de bronce que así fuera muy someramente nos recordaba un aspecto de nuestra historia; no obstante, ese empeño general de borrar nuestro pasado, en nuestras plazas se ha instalado pero en forma de vandalismo.
Si bien es cierto que el servicio del aseo, dentro de la cadena de causa y efecto de la crisis que vive el país, lleva a muchos a la desesperada búsqueda de un sitio para arrojar los desechos fueran de los hogares y sitios de trabajo, eso no es excusa para que el ciudadano pierda el respeto por sus plazas y lo que ellas significan, usurpándole al guerrero el merecido sitio que debe tener para su reposo.
Freddy Omar Durán