En medio de la noche, los improperios contra el régimen se repitieron como letanías; un hombre alegó diciendo que la culpa la tenían las medidas adoptadas por el gobierno de Thrump; de todos lados surgieron gritos e insultos y el defensor del régimen debió refugiarse en su vehículo para evitar males mayores. Finalmente, los enardecidos se aplacaron y cada quien volvió al estado de resignación. Muchos conductores atemorizados prefirieron abandonar la cola, y al amanecer el carro de Roxana estaba ubicado al inicio de la intercepción de Quinimarí.
Para la chica el nuevo día trascurrió con la misma sensación de desesperanza que para todos. Continuamente se formaban pequeños grupos para conversar, compartir un café o jugar una partida de dominó, y la conversación servía de catarsis para aflojar la tensión. La médico estuvo pendiente que, especialmente los adultos mayores, caminaran a lo largo de la cola por lo menos veinte minutos cada tres horas, midió la tensión arterial y la frecuencia cardiaca y auscultó los pulmones de varias personas, suministró calmantes y curó una escoriación a un joven.
Ante que el crepúsculo andino adornara la tarde, los trabajadores de la estación de servicio aseguraron que a las diez de la mañana llegaría la gandola; nuevamente la esperanza retornó al grupo. Entrada la noche se volvieron a organizar para retirarse en grupos de cinco y por periodos de cuatro horas. Cuatro personas quedaron encargadas de la vigilancia para alertar sobre cualquier situación irregular a los durmientes. Casi sin darse cuenta Roxana terminó llevando por escrito el control de los turnos de casi cincuenta conductores, rotando los horarios cada noche de una manera tan eficiente que al cabo todos se acercaban para preguntarle qué turno le correspondía.
Esa tercera noche Roxana regresó a la cola a la una de la madrugada. Sonrió cuando captó en un vehículo cercano al suyo los movimientos acompasados propios del coito humano. Estaba empezando a dormitarse cuando oyó golpes insistentes en el vidrio de la ventana de su carro. Sintió un gran vacío en el estomago y su frecuencia cardiaca aumentó rápidamente. No podía ver de quién se trataba porque el vidrio estaba empañado y la oscuridad era total. Los golpes se hicieron más insistentes y no le quedó más recurso que limpiar el empañamiento del vidrio. De repente, vio un rostro sonriente y una bolsa de panadería junto a un termo metálico. Respiró profundamente aliviada y abrió la ventana
—Buenas noches, doctora, quiero ofrecerle una dona y una taza de café. Disculpe si la asusté, pero con esta oscuridad era imposible hacerlo de otro modo—dijo humildemente un hombre joven de facciones muy masculinas.
—Gracias, amigo, con todo gusto aceptaría, pero cené muy bien en casa.
— ¿Qué le parece si las guardamos para más tarde y entretanto conversamos un poco?
—Me parece magnífico. Pase adelante—dijo abriendo la puerta derecha del carro. —disculpe si parecí grosera, pero el susto fue muy grande, sobre todo después de lo que ocurrió anoche.
El tema del asalto fue el inicio de una larguísima y amena conversación entre dos adultos jóvenes, profesionales y modernos. El hombre expresó agradecimiento por su trabajo para organizar a los conductores; más tarde admiró su belleza y en la madrugada le confesó su admiración. Cuando le comentó sobre el señor infartado, la noche anterior.
—Lamentablemente, el señor murió…—expresó Roxana suspirando suavemente.
— ¿Doctora…que siente un médico cuando se le muere un paciente? Perdone la pregunta, pero no es simple curiosidad.
—Yo no tengo mucho tiempo de graduada, pero sé que al principio se siente dolor y tristeza; sin embargo, a medida que una se acostumbra a ver la muerte tan cerca, se aprende a sentirla como una realidad. No creo que los médicos perdamos la sensibilidad ante la muerte; creo que aprendemos a enfrentarla con más frialdad y eso nos hace más eficientes.
—Perfectamente explicado. Voy a contarte algo que pasó hace tres semanas en la bomba del obelisco. Yo estaba en la cola desde la tarde anterior, pero a las cinco del día siguiente la cerraron, Entonces, decidí quedarme porque quedé cerca del hotel El Tamá. Delante de mí estaba un muchacho en una camioneta; como a las diez de la noche llegó una señora, no tan mayor, vestida muy deportivamente y dispuesta a quedarse para que su hijo descansara un poco. Se acercó y nos dijo que su hijo volvería temprano a la cola. Todos estuvimos de acuerdo y después de una charla corta la señora se retiró, sin embargo no tenía buena cara.
— ¿No estaba bien?—preguntó con curiosidad — es decir, ¿no se le veía bien?—corrigió.
—Sí. Dijo que tenía dolor de cabeza desde la mañana y que se había tomado dos pastillas, pero no le hicieron efecto.
— ¿Y…entonces, qué le pasó?.
— Esa noche llovió muchísimo y una amiga vino a acompañarme un rato. Estábamos hablando cuando vimos como la señora intentó bajarse de la camioneta. Se la veía vacilante, como si estuviera borracha, nos miró muy raro y se volvió a meter en el carro. Pensamos que se había tomado alguna pastilla para dormir y nos quedamos tranquilos. Mi amiga se fue cerca de la medianoche y yo intenté dormir. Cuando amaneció llegó el hijo y le tocó el vidrio de la ventana, pero la señora no contestó. No se podía ver mucho por los vidrios ahumados y la camioneta estaba cerrada. Me acerqué para ayudar, me asomé por el vidrio delantero y vi que la señora tenía la cabeza recostada en la ventana y parecía dormir profundamente. Tocamos el vidrio, hasta con una piedra, y no despertó. En la cola había un ex fiscal de tránsito y diligentemente abrió la puerta; inmediatamente, la señora cayó al piso. (Liliam Caravallo)