Gustavo Villamizar Durán
La paz ha sido siempre un anhelo de las naciones de bien, sólidamente asentadas en sus leyes, instituciones y la acción progresista de su pueblo. Sin embargo, como sombra amenazante, existen también naciones tocadas por los conflictos bélicos, las cuales parecen no soñar con la bendición de la paz, sino disfrutar de la pesadilla del enfrentamiento y la muerte. La madrugada del pasado jueves, vino acompañada con el anuncio de la entrada en fase de altísimo riesgo, de la paz, celebrada hace apenas 3 años, en Colombia. Una parte de los comandantes y la tropa de lo que fueron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo – FARC-EP-, sorprendió a los colombianos y al mundo entero, con su anuncio de retomar las armas. Anuncio desolador en un continente que hace apenas unos años fue declarado como territorio de paz, por los 33 países signatarios de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños –CELAC- en su Asamblea General realizada en La Habana, Cuba, en enero de 2014 y sometido en la actualidad, a la angustia de sanciones, bloqueos, intervenciones, sabotajes, robo de activos, experimentos de guerras híbridas y ataques a la Amazonía, con el propósito de destruir las naciones y repartirse sus riquezas con el mayor descaro.
Las razones esgrimidas por los reincidentes en la lucha armada son las mismas que aparecieron inmediatamente después de la firma de los acuerdos de paz en Colombia y sobre todo, posteriores a la entrega de las armas a la Organización de la Naciones Unidas -ONU- por los desmovilizados de las FARC-EP y su confinamiento en los llamados espacios de reincorporación. En la medida en que fue avanzando el tiempo, comenzó el creciente asesinato selectivo de excombatientes en diversas regiones, los cuales se incrementaron a partir del triunfo del presidente Ivan Duque, tanto que, hasta hace unos días la cifra sobrepasaba las 700 víctimas. Igualmente, se denunciaba con frecuencia el hostigamiento y el desplazamiento forzado por bandas paramilitares a los excombatientes de origen campesino, que optaron por irse a trabajar la tierra. Pero igualmente, creció el ataque jurídico mediante juicios denunciados como amañados, los cuales alcanzaron su tope con el ensañamiento contra el comandante Jesús Santrich, solicitado en extradición por el gobierno norteamericano, al cual se le abrió juicio sin acusación precisa y para más, el gobierno de Duque se negó a acatar la orden de libertad emitida por un tribunal legalmente constituido, hasta que tuvo que admitirla. Es decir, las denuncias constituían un memorial de agravios que, simplemente, denotaban la decisión del gobierno colombiano de hacer a un lado los compromisos y responsabilidades adquiridos en los acuerdos de paz, bajo el amparo de un supuesto pronunciamiento negativo hacia la paz por el pueblo colombiano, en un referéndum que resultó en ser una gran patraña comunicacional para engañar a los electores. Esta postura gubernamental no solo echó por tierra los acuerdos, sino que desestimó y burló las solicitudes de su cumplimiento por parte de los países garantes de la paz. Ni Duque, ni la oligarquía y menos, su jefe Uribe Vélez, desean la paz para Colombia, porque las grandes familias de terratenientes y ultramillonarios, requieren de la guerra y el narcotráfico como sus grandes negocios. Una guerra que no pelearán nunca los oligarcas ni sus familias, acomodados en las prebendas de las que gozan desde la colonia, como tampoco las de los jefes políticos del país. Será otra guerra de los pobres para favorecer a los grandes potentados.
Ahora bien, todas las violaciones cometidas contra el pacto de paz eran previsibles desde el inicio de las conversaciones. Ejemplos de exterminio han sido las matanzas que significaron en los años 80 y 90, los procesos de pacificación del M-19 y la Unión Patriótica, con sus más de 5 mil dirigentes asesinados sistemáticamente. Los comandantes que proclamaron el retorno a las armas, tuvieron papel protagónico en esas conversaciones. Entonces, si era previsible el incumplimiento de acuerdos, si era posible la reedición de las razias, esas prevenciones debieron estar presentes en cada segundo del juego político que llevó a convenir el fin de la guerra, para asegurar el respeto de sus pactos. Se conocía la saña tradicional con que actúa la oligarquía y sus vasallos políticos, desconociendo acuerdos, argumentando falsedades, contando además con el poderoso aparato comunicacional a su servicio. Harto conocido era el macabro proceder del ejército mercenario del paramilitarismo, especialista en la crueldad y crear pánico para lograr desplazamientos y apropiación de tierras. De manera que, las debilidades del acuerdo o las imprevisiones, no pueden convertirse en factores que empujen a la reanudación de la guerra. Parecería que faltaron acciones de denuncia contundente, propaganda a través de la comunicación alternativa para contar sus verdades, la calle como lugar para el reclamo, el ámbito internacional como altavoz para movilizar la solidaridad, el parlamento como permanente espacio para la confrontación y cualquier otra vía hábil para contener la muerte. No hay razón para la vuelta al oscuro hueco de la guerra, como si fuera opción de primera mano, lo más sencillo y no hubiese otra. Nunca serán en vano la determinación y los esfuerzos por ganar la paz.