Al mediodía, alguien llamó a Roxana para informar la llegada de una gandola a la E/S La Guacara. Al mismo tiempo, un conductor bien informado aseguró que la unidad asignada a la E/S El Castillo estaba detenida en la autopista, a la altura de la panadería “El Viajero”, por un grupo de vecinos que protestaban por el gas doméstico, pero que apenas pudiese continuaría el viaje para descargar temprano al día siguiente, de manera que unos 400 vehículos podrían ser provistos de gasolina. En el listado, a Roxana le correspondía el número 548, pero si se contaban los coleados y los favorecidos por la Guardia Nacional y los “bomberos”, era improbable que pudiese adquirir el combustible. Llamó para corroborar la información y tomó la decisión de marcharse a la E/S La Guacara. Antes de retirarse, intercambió números telefónicos y repitió la importancia de mantenerse en movimiento para activar la circulación sanguínea. Cuando pasó la llave, la luz que indica la reserva en el tanque de la gasolina se encendió. Forzada por las circunstancias, tuvo que resignarse a permanecer en aquella angustiante situación, sin poder hacer nada para remediarla. Se sintió más agotada que nunca. Por el contrario, Fernando, habiendo experimentado una vaga sensación de angustia ante la posibilidad de perderla de vista, esbozó una sonrisa de felicidad.
Las horas transcurrieron entre el tedio, el cansancio y la sensación de impotencia. Los paisanos ya no tenían ánimo para jugar o charlar; por otro lado, el sol canicular de las tres alborotó el olor de la orina esparcida por los alrededores haciendo irrespirable el aire fuera de los vehículos. En las orillas de las aceras se veían pequeños bultos plásticos redondeados repletos de una sustancia marrón; de trecho en trecho, un montículo de excrementos humanos delataba la necesidad urgente de algún desaprensivo y pequeñas botellas plásticas repletas de un líquido amarillo que al calentarse se abombaban amenazando con estallar. Después de muchas horas sin la disposición adecuada para sus necesidades fisiológicas, cada quien se las arreglaba como podía.
Esa tarde fueron las peores para los penitentes conductores. La mayoría permanecían sentados en las aceras o recostados en los pocos árboles de la zona, porque en los carros era imposible permanecer largo tiempo. Otros preferían seguir dentro de los vehículos, a pesar del bochorno, porque afuera el aire era pestilente. El anochecer refrescó el ambiente, mejoró los talantes y la esperanza de cargar combustible pareció insuflar un poco de ánimo.
Nuevamente, Roxana organizó los turnos para unas treinta conductores, de manera tan eficiente que no se presentaron las acaloradas discusiones que solían ocurrir en estos casos. A quienes correspondió el último turno se les recomendó regresar antes de las seis de la mañana, porque en algunas ocasiones los funcionarios de la GN, acompañados de representantes de los usuarios, empezaban a marcar los carros desde esa hora. La médico logró que un amigo la trasladase a su casa para bañarse, comer, descansar un poco y preparar un caso clínico que tenía pendiente. Al regreso, Fernando la invitó a charlar, pareciéndole una buena idea. Al poco tiempo se les unió un abogado que a todas luces estaba interesado en la chica. Los tres se enfrascaron en la situación del país, expresando sus puntos de vista y, como siempre, creyendo tener cada uno la fórmula mágica. Al cabo se les unió una señora de temperamento explosivo.
— ¡La única forma de cambiar las cosas es la protesta permanente, calle sin retorno! —gritó levantando el puño.
— ¿Y nosotros seguiríamos poniendo los muertos?— preguntó Roxana, controlando a duras penas su encono.
—No importan las vidas que tengamos que ofrendar para la liberación de la patria de Bolívar! —gritó enfática la otra.
— Yo, desde los doce años iba con mi madre y mis primos a todas las manifestaciones; sin embargo, las cosas cambiaron desde abril del año pasado. Es demasiado doloroso tan solo recordarlo.
—Cuando estudiaba en la UCAT, en las protestas recibí perdigonazos, golpes y “chupé gas del bueno”, como dijo el comandante. En una ocasión estuve detenido dos semanas en el CORE 1. Sin embargo, después que me gradué, seguí asistiendo a las marchas porque considero necesario mantener la calle activa— se encrespó Fernando.
—Me imagino que usted asiste a todas las marchas de la oposición — preguntó Roxana a la otra con ironía.
—Bueno…— la mujer vaciló antes de responder—, yo participo tocando la corneta y prendiendo las luces cuando paso cerca de una manifestación, porque no tengo tiempo para asistir a las marchas, pero doy mi apoyo moral.
—Algo parecido me ocurre a mi —dijo el abogado—, me emociono mucho cuando veo a la gente marchando, pero no dispongo de tiempo para acompañarlos… ¡sin embargo, jamás he dejado de salir al balcón de mi apartamento con una bandera para aupar a los marchantes!
Fernando y Roxana cruzaron una mirada al escuchar el eco repetido de una excusa con la que muchos indolentes solían tranquilizar sus conciencias. Cerca de las dos de la mañana, incómodo por el asedio del abogado a Roxana, decidió retirarse, pero la mirada suplicante de la muchacha lo hizo cambiar de idea.
— ¡Por favor, no me dejes sola con este señor ¡—pareció decirle con los ojos.
El joven permaneció con el grupo hasta que grandes bostezos obligaron al abogado a regresar a su vehículo. Roxana y Fernando se prepararon para conciliar un retazo de sueño, cada uno en su respectivo carro.
—Fernando, gracias a Dios que captaste mi mensaje. ¡Qué tipo tan intenso!
—De nada. Tienes una mirada muy expresiva y fue fácil entender lo que quieres decir.
Pasadas las cinco de la madrugada todos fueron sorprendidos por los gritos de una mujer que pedía ayuda desesperadamente. La vieron fuera de su vehículo, desnuda de la cintura hacia abajo y con la blusa desgarrada.
—Ayúdenme…auxilio…por favor… ayúdenme —gritaba con las facciones desfiguradas por el terror.
Liliam Caraballo