Frontera
Hacinados y con escasas oportunidades: El calvario de “los caraqueños” en la frontera
23 de octubre de 2019
En San Antonio del Táchira, según cifras manejadas por la Alcaldía, hay 47.000 nuevos residentes
El Dato:
Este estilo de vida envuelve a la mayoría de migrantes internos. Sin importar la zona de donde provengan, experimentan el dolor de una existencia cargada de precariedades.
Muchos de los niños que han llegado de otras regiones del país no han sido incluidos en el sistema educativo. La falta de ingresos para comprar los útiles y uniformes, prevalece en cada caso.
Jonathan Maldonado
Ygnally, Yusmelis, Magdalena y Luis viven con otras 16 personas en una casa que arrendaron en el barrio Curazao, en la ciudad fronteriza de San Antonio del Táchira. Los cuatro no tienen ningún parentesco, solo los une el hecho de haber abandonado sus regiones -algunos con sus familiares-, para viajar hacia una zona del mapa que jamás habían pensado visitar. La crisis que atraviesa Venezuela los obligó a dar este paso.
El hacinamiento se palpa con tan solo asomarse a la puerta de la vivienda, la cual, en la mayoría de las ocasiones, está abierta. Los colchones están ordenados en la sala y demás espacios de la estructura, pues solo hay dos cuartos y están ocupados por las dos familias que arribaron primero. Los otros se han ido organizando de la “mejor manera”, para no incomodar.
Las paredes desvencijadas de la propiedad y la falta de iluminación, le confieren una imagen más sombría al lugar. Para tender la ropa que lavan, han improvisado cuerdas que sujetan de un extremo a otro. La vida les cambió drásticamente. Dejaron su nido para intentar sobrevivir en una ciudad fronteriza, donde han recibido el calificativo de “los caraqueños”, solo por el hecho de ser del centro del país.
Para enfrentar la escasez de gas, tienen tres cocinas eléctricas, las cuales se van turnando, de acuerdo con las necesidades y urgencias de cada grupo.
Cuando se va la luz, si es de noche, se quedan maniatados, a la espera de que regrese para retomar la preparación. Si es temprano, no dudan en acercarse hasta el comedor Casa de Paso Divina Providencia, en La Parada, Colombia.
Con cada experiencia vivida, han aprendido a compartir y a poner de manifiesto los valores de la solidaridad y el respeto, para no caer en disputas que puedan crear un ambiente pesado y malsano. A veces, cuando los ánimos se elevan, como consecuencia de algún malentendido, buscan la manera de solventarlo mediante el diálogo.
—Ha sido fuerte, pero la necesidad nos lleva a estos cambios de vida -señaló Yusmelis con una voz entrecortada desde el inicio y hasta el final de la entrevista, que evidenció el dolor que la embarga-. Aquí nos ayudamos entre todos, ha habido camaradería y evitamos las peleas para que exista la convivencia.
—Todos me han apoyado. Tengo poco tiempo acá, en San Antonio del Táchira
— indicó Luis, a quien la distancia de su hermana, padre y sobrinos, le ha provocado un gran vacío-. Trato de hablar con ellos todos los días, me prestan el teléfono, porque actualmente no tengo cómo establecer contacto con ellos.
Heridas de una migración interna
—A nosotros nos dicen “los caraqueños”, pero no somos de la capital; en mi caso, soy del estado Miranda, al igual que mis hijos y mi esposo -soltó Ygnally Veitia con un dejo de resignación-. No me he sentido mal con el calificativo.
Aunque hay gente que piensa que nosotros le hemos echado a perder su localidad.
—Cuando estuve en Ureña me decían “la caraqueña”. No me sentía mal por el gentilicio, pero después sí, porque había muchos de ellos que eran mala conducta y la fama ya se estaba generalizando -aseguró Magdalena, ya con la mirada fija en los recuerdos de un ayer que no es lejano, que se desdibuja entre las heridas que le ha dejado la migración interna-. En ese momento, aclaré: yo soy de Maracay, no de Caracas. Aquí vinimos fue a trabajar para
poder sobrevivir.
Un mes viviendo en la calle
Cuando Ygnally Veitia, de 32 años, decidió huir junto a sus dos hijos de los Valles del Tuy, en el estado Miranda, su esposo ya tenía unos meses viviendo en la ciudad de San Antonio. El hecho de que uno de sus hijos sufriera leucemia linfoblástica aguda, la hizo acelerar el viaje, sin prever que su pareja no iba a tener cómo pagar una residencia.
—Nos vinimos el 2 de noviembre del año pasado. El primer mes nos vimos obligados a dormir en la calle -aseveró quien en la actualidad paga 13.000 pesos diarios por la habitación donde duermen los cuatro-. Allá no se conseguían los medicamentos de mi hijo y eso me estaba desesperando. Aquí, aunque no he logrado que lo vea un hematólogo, le he comprado sus quimios vía oral.
El viraje que ha dado la vida de la joven y sus parientes ha estado signado por complejidades y retos mayúsculos. Lo que gana su esposo, asesor de viajes en La Parada, alcanza para pagar el arriendo, medio comer y comprar los medicamentos de su vástago de ocho años. “Él se va en las noches y llega al otro día, en horas de la tarde. Hay días buenos y malos”, dijo.
La jurisdicción de Bolívar, Veitia nunca la había contemplado en el mapa. Sabía que existía esta frontera por comentarios, pero nada más. El tiempo que ha transcurrido en la localidad, muchos vecinos la han tratado bien y tendido la mano. “La cuestión es adaptarse. Lo más difícil ha sido conseguir todos los días para el arriendo. Es mejor un pago mensual que diario. Todas las noches hay que pagar. Pero hay días en que no hemos tenido y la dueña nos entiende.
No es inhumana”, precisó.
—Aunque la mayoría se ha mostrado amable con nosotros, no falta el que lanza comentarios negativos -recalcó la dama, buscando en su memoria un episodio específico-. En estos días estábamos sentados afuera de la casa y pasó una señora y nos dijo: `cómo nos han echado a perder nuestra tierra`. Yo le pregunté: En qué sentido, señora, pero no me respondió. Hay gente que es muy déspota y no entiende cómo está la situación del país.
“En Maracay la gente se está suicidando”
Parte de la sala de la casa en el barrio Curazao, Yusmelis Cadenas, de 36 años, la usa como cuarto. Allí duerme ella con su esposo e hijo menor, de 12 años. Los otros tres, ya mayores, viven regados: dos están en Cali, en Colombia, mientras la hija sigue en Maracay, con su pequeña y abuelos. “Voy para cinco meses aquí, pero mi esposo tiene ya casi el año. Me empujó venirme la situación, todo está carísimo. Es imposible comprar un artículo, un
par de zapatos, unas chancletas”, aseguró.
Cada vez que habla con su mamá e hija, el comentario es el mismo: “Maracay está horrible, todo incomprable”. Su progenitora le ha llegado a decir que hay gente que se está quitando la vida, ya que no tienen cómo adquirir las cosas.
“Da tristeza. Lo más difícil para mí es estar lejos de mi familia, a veces se le hace a uno muy duro para pagar el arriendo”, aclaró.
—Yo pago 9.000 pesos. Vivo en la sala de la casa. Allí extendemos las colchonetas. La mayoría vivimos en la sala, pues los cuartos ya están ocupados. Ha sido muy fuerte, pero la necesidad nos lleva a estos cambios -confesó Yusmelis, mientras su rostro iba revelando el dolor que habita su alma, ante el desmembramiento de su núcleo familiar-.
Entre sus metas, a corto plazo, está la de conseguir trabajo para colaborar con los gastos. Su niño, en vista de las dificultades, ha tenido que enfrentarse a la inclemencia del sol para ganar algunos pesos en La Parada, haciendo lo que le salga. “No está estudiando”, resaltó, sin dar mayores detalles.
—Jamás en mi vida me imaginé estar aquí. Nos motivamos porque mi esposo viajaba constantemente para vender algunos productos, y vio que era más fácil hallar la comida –narró, para luego describir algunos episodios amargos-.
Ciertos vecinos nos dicen “la chusma”, que vinimos a invadir. El resto se ha portado bien con nosotros. A lo mejor sí es así, seguro vivían más tranquilos.
Nada como estar en la casa de uno, donde nos conocemos.
“Aquí es más fácil alimentarse”
Luis Vásquez, de 30 años, tiene apenas mes y medio en la casa del barrio Curazao. Al igual que la mayoría, le tocó instalarse en la sala con su colchoneta. En La Guaira, de donde es oriundo, trabajaba como conductor de un autobús, pero la escasez de repuestos hizo que el dueño sacara el carro de circulación.
—Ha sido un poco difícil el cambio, no te lo voy a negar; pero, gracias a Dios, tengo unos primos que me ayudaron a llegar. Ahorita estoy de asesor de viajes en el terminal de San Antonio -admitió con la confianza de que las cosas mejorarán-. Aunque viene mucha gente a la frontera, pocos son los que se están yendo del país. A veces se hace algo; otras veces nada.
En los primeros días, confesó, vendió café y agua, pero la competencia y el sol abrasador de la zona lo hicieron desistir. “Hay que tener fe en Dios, en que las cosas van a mejorar. Con mil pesos, uno se come un perrito o dos papas rellenas. Allá, con mil bolívares, no se hace nada. Aquí se me ha hecho un poquito más llevadera la crisis”, reiteró.
El hecho de ser soltero y no tener hijos, le facilitó tomar la decisión. En La Guaira quedaron su papá, hermana y sobrinas; su madre tiene rato viviendo en Ecuador. Vásquez anhela que su tiempo en San Antonio sea breve. Tiene como meta viajar a Bogotá, donde lo recibirían otros conocidos.
—Ojalá y pueda seguir el camino, si no, me regreso a mi tierra. Mis primos me han ayudado, pero yo debo buscar mi ruta, no puedo estar todo el tiempo con ellos -sentenció quien sufrió en el 99 la vaguada de Vargas-. En ese tiempo nos fuimos a Valencia y luego conseguimos retornar.
Convivir con extraños
Magdalena Zamora, oriunda de Villa de Cura, estado Aragua, también vive en la casa del barrio Curazao. Arribó –aproximadamente- hace un año, con sus dos hijos menores, uno de seis y otro de nueve. Los otros tres viven aún en su región. Su esposo trabaja con chatarra y todas las noches arriesga su vida al pasar por las trochas, con el peligro de quedar en medio de una balacera.
Sus pequeños, pese al tiempo que llevan instalados en San Antonio, no han sido ingresados al sistema escolar. “A veces quiero regresarme, sobre todo por los niños, que siguen sin estudiar, pero mi pareja me dice que no es la opción más viable, pues aquí, aunque sea comemos”, dijo.
El escenario de Zamora no es alentador. Recientemente, su esposo se cayó de un poste cuando trataba de hacer una reparación. El accidente le fracturó uno de sus brazos, el cual mantiene con mucho dolor. “Fue al médico aquí, en Venezuela, pero no lo ayudaron mucho, por la falta de insumos”, subrayó.
—Así pasa la trocha, no queda de otra. Yo lo acompaño con los niños, pero hasta la orilla. El camino que resta, él cruza solo, con los peligros que conlleva. Hay gente que se ha ahogado a causa de las crecidas del río -explicó con el miedo aún tallado en el rostro-. Uno, al final, termina acostumbrándose.
Con respecto a la convivencia, Zamora indicó que los que no estaban acostumbrados, aprendieron a compartir frente al hacinamiento y los disgustos que se han suscitado. La solidaridad, enmarcó, ha prevalecido en medio de grupos de desconocidos que se han unido para hacer de la travesía una carga menos pesada.