Internacional

El venezolano que sobrevivió a la COVID-19 cuando le “lavaron” la sangre

23 de mayo de 2020

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Durante nueve días, un marabino que emigró hace tres años de Caracas a Burgos, recibió un tratamiento que se ha administrado apenas a un puñado de pacientes en España. El coronavirus casi lo mata cuando lo fue dejando sin oxígeno en la sangre


Luis Comella se despertó en un lugar que no conocía, sin saber que llevaba días con los ojos cerrados. “¿Dónde estás?”, le preguntaron los médicos que lo rodeaban imbuidos en aquellos trajes blancos que solo dejaban ver sus ojos, como si se fuesen personajes salidos de una película de ciencia ficción recreada en el espacio.  Él respondió que estaba en el Hospital de Burgos, la ciudad española donde se estableció hace tres años, cuando dejó atrás la Venezuela en la que se crió. Pero lo cierto es que estaba a hora y media de allí. Lo habían trasladado a Valladolid, en la misma comunidad autónoma de Castilla y León, para hacerle un tratamiento especial que lo salvó de morir de COVID-19: un aparato que le lavó la sangre para que pudiera recuperar el oxígeno que le faltaba. Hasta entonces, no tenía ni la menor idea de lo que le había sucedido.

Cuando ocurrió aquel episodio, Luis ya tenía más de 10 días de haberse enterado de que el coronavirus había invadido su cuerpo. El 20 de marzo de 2020 sintió los primeros síntomas: un malestar que describe como una pesadez en el cuerpo, una fatiga, como esa sensación de que el organismo no responde igual porque está débil y se va a enfermar. Aquella jornada era la quinta después de que en España se decretara el confinamiento para evitar que el virus se propagara todavía más. A esas alturas, al menos 30 mil personas habían sido multadas, mientras que más de 300 personas habían sido detenidas por saltarse las reglas impuestas por la cuarentena.

Luis había seguido con su trabajo porque el confinamiento exceptuaba a su empresa familiar: un negocio de cultivo de langostinos que había abierto cuando la sede venezolana decidió expandirse a España. Justo días antes había mandado a colgar un cartel en la compañía que advertía a los trabajadores que si sentían fiebre, dificultad para respirar o tenían tos, lo imperativo era que se fueran a sus casas a tomar reposo. Cuando empezó a sentirse mal, paseaba por la planta y recordó aquel letrero. No tardó en irse a su residencia.

El malestar inicial vino acompañado de una fiebre de 37 grados centígrados. Más tarde, llegaron los escalofríos, mientras que su temperatura corporal escalaba a 38. La tos le siguió.  Dos días después, al ver que no mejoraba, se fue a una clínica privada. “Yo tengo una empresa, pero no soy empleado, por eso no tengo seguridad social”, explica.

Pero en aquel centro de salud apenas lo examinaron. Concluyeron que tenía amigdalitis y lo mandaron a su casa. Dos días después, regresó porque se sentía peor. Los médicos insistieron en el diagnóstico y le cambiaron el antibiótico recetado. Él desconfió, pero regresó a casa.

El 24 de marzo, por recomendación de su esposa, volvió a la clínica para exigir que le hicieran la prueba de coronavirus. El resultado fue lo que temía: positivo. Fue ahí cuando le dijeron que debía irse a un hospital público porque ellos no podrían hacerse cargo. Luis supo entonces que debía regresar a casa para recoger sus cosas y despedirse de su familia para internarse hasta que le dieran el alta médica. No sabía cuándo los volvería a ver.

Sin oxígeno en la sangre

Luis nunca supo cómo se contagió del brote viral que desde el 11 de marzo de 2020 fue declarado como pandemia por la Organización Mundial de la Salud. Lo que sí le alivió saber es que ninguno de sus empleados se enfermó por su culpa. Así lo aseguró desde la habitación de su casa en la que, una semana después de haber salido del hospital, guardaba aislamiento para no contagiar a su familia. Por esos días solo él usaba el baño que estaba en su cuarto. Su ropa se lavaba aparte de la de su esposa, su hija y su sobrina, con quienes comparte el techo. Si tenía que ir al otro lado de la casa, lo hacía brevemente y con tapabocas. También solía ir al patio para tomar un poco de sol. Fueron solo un quince días más para asegurarse de que el virus ya no estaba en su cuerpo.

La enfermedad lo mantuvo alejado de su hogar por 24 días. A sus 54 años, antes de sufrir la COVID-19, Luis jamás se había ausentado tanto tiempo por enfermedad alguna. Solo había pasado por pequeños procedimientos ambulatorios a consecuencia de los ligamentos de su rodilla, maltratados por el ejercicio físico. Nunca lo habían conectado a una máquina ni intubado, y eso le pasó con el virus.

Cuando llegó al Hospital de Burgos, Luis pensó que su estadía sería corta. Durante las primeras jornadas, decía, se estaba sintiendo mejor. Pero su organismo indicaba lo contrario. Los médicos le explicaron que sus niveles de oxígeno en la sangre disminuían cada vez más y ningún tratamiento lo mejoraba. Ni siquiera los respiradores artificiales le ayudaban. Poco a poco, los estragos de aquella falta se hicieron presentes a través de una debilidad que lo llevó a estar en cama. La neumonía con la que había ingresado dio paso a que se le formaran trombos en los pulmones. La obstrucción le inflamó los órganos. Al sexto día de estar internado, lo llevaron a la Unidad de Cuidados Intensivos. Poco después llamaron a su esposa: la recaída había sido tal que debían intubarlo. Él estaba inconsciente.

Fue ahí cuando la palabra ECMO apareció. Esas son las son siglas en inglés de “oxigenación por membrana extracorpórea”, una terapia que permite apoyar la función de los pulmones o el corazón cuando alguno de estos no trabaja de manera adecuada. Aunque fue creada hace más de 40 años con fines terapéuticos, no es sino en este siglo cuando su uso se ha masificado. Con esta se hicieron estudios para tratar a los pacientes de la Gripe A, conocida también como H1N1, el virus que entre 2009 y 2010 cobró la vida de 284 mil personas alrededor del mundo.

Luis rápidamente se convirtió en un candidato a recibir el tratamiento. A pesar de que su pronóstico era de cuidado – solamente le daban algunos días de vida, cosa de la que se enteró después – era un hombre sano y joven, con altas probabilidades de sobrevivir a la COVID-19 si la terapia hacía el efecto esperado. “Muchos de los que estaban contigo no lo van a poder contar”, le dijo uno de los médicos que lo trató mientras se recuperaba. La prensa española reseñó en la segunda semana de mayo que la ECMO había salvado la vida de 8 personas durante la pandemia en la misma ciudad en donde le practicaron el tratamiento a Luis. Uno de esos fue él. “Nunca vieron mi nacionalidad”, comenta.

El equipo de la ECMO no está en Burgos, sino en Valladolid, situada a hora y media de la ciudad donde vive Luis. Por eso, un grupo de médicos viajó hasta el hospital donde él estaba con la única unidad equipada en toda la comunidad autónoma para hacer ese tipo de traslados. Cuando Luis despertó, ya tenía varios días a más de un centenar de kilómetros de donde había cerrado los ojos.

Luis explica que la terapia que le aplicaron es similar a la que hace un equipo de diálisis. La sangre se drena desde su vena femoral por medio de un catéter y luego se bombea a través del oxigenador de membrana, que actúa como un pulmón artificial que le da oxígeno a la sangre al tiempo que le elimina el dióxido de carbono. Después de esa especie de lavado, otro catéter la lleva de vuelta al cuerpo del paciente a su arteria femoral. El mismo proceso se lo repitieron a Luis durante los nueves días que estuvo en Valladolid.

Conforme se recuperaba, Luis fue comprendiendo lo que había pasado. Desde que lo internaron, no había querido preguntar a qué tratamientos lo sometían. Dejaba su vida en manos de quienes sabían cómo curarlo. Pero solo al conocer todo lo que había atravesado, pudo medir la magnitud de su gravedad y del esfuerzo que habían hecho los médicos para salvarlo. A ese tema vuelve recurrentemente mientras conversa sobre su vida después de la COVID-19.

“Dudo que exista un sistema público igual que este.  Estoy enamorado de la solidaridad de los españoles”, afirma Luis agradecido por todo lo que hicieron. Está convencido de que lo que mueve al personal sanitario de España es la mística y el amor con el que hacen cada tarea. El protocolo que siguieron con él, sirvió para practicarlo con otros enfermos de COVID-19. Hoy lamenta que en Venezuela, a donde no ha vuelto desde enero pasado, no haya posibilidad alguna de que le administren el mismo tratamiento a quienes contraigan el virus. De haber estado en Caracas, quizás no hubiese sobrevivido para contarlo.

El otro Luis

La primera vez que se vio al espejo después de que se despertó, Luis miró aterrado cuánto peso había perdido: se le habían ido 11 kilos en un par de semanas.

Lo otro que miró con asombro fue su aspecto desaliñado: barbudo y con el pelo largo. Le dieron un kit para que se afeitara y pudiera sentirse mejor con su nueva apariencia. A todo esto se sumaba que su cuerpo, de tanto tiempo en cama, había sufrido una atrofia muscular que le impedía moverse con vigor.

Cuando se pudo levantar fue directo a bañarse, porque sentía que su piel tenía el mismo olor a amoníaco con el que desinfectan todo el hospital. Recuerda que después de mejorar su aspecto quería abrazar a todos los médicos y enfermeras, a pesar de que nunca les había visto la cara más allá de las escafandras blancas que solo mostraban sus ojos. Si alguno entraba a su habitación, bromeaba con ellos. A todos les prometió que les regalaría algo, aunque en ese momento no sabía exactamente qué sería. También les enseñaría a bailar salsa.

La convalecencia de Luis y su aislamiento fue más llevadera al saberse rodeado de cariño. Su teléfono era su único contacto con el exterior que él conocía. Por eso, a través de él se pudo comunicar con su esposa, sus hijos, los parientes que tiene regados por toda España e incluso con antiguos compañeros de trabajo que conoció en Venezuela, a quienes formó, y que hoy están en países tan disímiles como Australia, Canadá, México, Perú y Ecuador. Con ellos se conectó por Zoom mientras estaba en el hospital. “El amor ayuda a mantenerte fuerte (…) Si el miedo se apodera de ti, el cuerpo lo sabe”, agrega.

Eso fue precisamente lo más terrible de la experiencia de Luis con la COVID-19: la necesidad de evadir el miedo a pesar de pensar que en algún momento podría morir lentamente y solo, como se muere cuando el cuerpo se envenena. Y así estuvo su organismo, contaminado por un agente extraño que, para el 22 de mayo, en España había dejado alrededor de 28.600 decesos y más de 335.000 en todo el planeta.

Lo otro que impulsó a Luis a superar todo fue la compañía de don Eliseo, un antiguo panadero de 85 años proveniente de un pueblo pequeño a 80 kilómetros de Burgos, con quien compartió la habitación durante sus últimos 7 días internado. “Yo le atendía el teléfono, le cambiaba la tele, lo llevaba al baño, ayudaba a comer. En fin, nos hicimos panas (…) Eso me sirvió de ayuda. El sentirme útil y acompañado”, asegura. A ambos le dieron de alta el mismo 15 de abril.

Pocos días después de salir, Luis volvió al Hospital de Burgos para agradecer de la manera en la que podía hacerlo: con los mariscos de su empresa. Les llevó 50 kilos de langostinos, repartidos en 100 bandejas, a los 12 médicos que lo atendieron. A Valladolid envió cajas de frutos del mar a las 48 personas que trabajan en la unidad de la ECMO. “Es de bien nacidos ser agradecidos”, repite con insistencia, parafraseando la sentencia que Don Quijote de la Mancha pronuncia en el capítulo XXII de sus aventuras.

A Luis todavía le queda una promesa por cumplir: enseñar a bailar salsa a quienes lo curaron. Seguramente lo hará en el último trimestre del año, cuando confía que estará totalmente recuperado de aquellos nueve días de cuidados intensivos en los que permaneció inmóvil por haber contraído la COVID-19.

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