Sao Paulo registró el primer caso de covid-19 el 26 de febrero y el primer muerto el 16 de marzo. A juicio de Paulo Lotufo, epidemiólogo de la Universidad de Sao Paulo, “Brasil estaba más o menos organizándose para enfrentar la pandemia”. Pero ya en junio se convirtió en el segundo país con más muertes y más casos, después de Estados Unidos.
El miércoles, el balance ascendió a 97.256 muertos (1.437 más que la víspera), con casi 2,9 millones de contagios.
Para entender lo ocurrido, Lotufo destaca que los gobernadores y alcaldes reaccionaron de forma rápida, decretando cuarentenas y ampliando la capacidad hospitalaria, pero que el presidente Jair Bolsonaro se abstuvo de coordinar cualquier acción y “jugó deliberadamente en contra” de esos esfuerzos.
El mandatario de ultraderecha calificó de “gripecita” la enfermedad, que él mismo contrajo, así como su esposa y ocho de sus ministros. Rehusó en varias ocasiones usar máscara y criticó las cuarentenas, alegando su impacto económico.
Y cuando Brasil ya superaba los 90.000 muertos, espetó: “¿Tienen miedo de qué? ¡Enfrenten!”, sin una palabra de aliento para las víctimas o el personal médico en primera línea contra la pandemia.
La acción y omisión de Bolsonaro, coinciden Lotufo y Rocha de Barros, son claves para entender el contexto de un Brasil que se desconfina desorganizadamente mientras lidia a diario con la muerte.
“El aislamiento no es algo natural, es difícil y precisa ser coordinado por un líder con credibilidad política, que explique a la sociedad: ‘Esto es muy difícil pero necesario, porque de lo contrario será una masacre’”, sostiene Rocha de Barros. “En Brasil ocurrió lo opuesto”, acota.
Bolsonaro perdió dos ministros de Salud que defendían el distanciamiento social y se oponían a recomendar el uso ampliado de cloroquina, medicina sin comprobación científica de efectividad contra la covid-19. La cartera pasó a manos del general Eduardo Pazuello, quien la ocupa de forma interina desde mayo.
“La gente ya no le presta atención al Ministerio de Salud”, dice Lotufo.
Aparte de recetar cloroquina, el gobierno apuesta en que alguna de las dos vacunas que se están probando en el país se revelen eficaces.
¿Indiferencia?
Con la curva de casos y muertes en aumento en varias regiones y el país estacionado en una interminable meseta de decesos, la reapertura decretada por gobernadores y alcaldes provoca críticas y temores.
Las imágenes de centros comerciales, bares y playas saturados de personas, muchas sin máscara, han generado debates sobre una aparente indiferencia de la sociedad brasileña ante la tragedia.
Rocha de Barros sostiene que Brasil “ya se había acostumbrado a una mortalidad muy alta con violencia”.
Además, “la clase media alta tiene una tradición de no importarle quien muere en las periferias”, que incluyen las favelas, mayoritariamente pobladas de pobres y de negros, con altas tasas de letalidad.
El virus también se ha cobrado centenas de vidas de otros grupos vulnerables, como las poblaciones indígenas, en especial las que habitan en la región amazónica.
“Es impresionante ver a la gente yendo a fiestas con tanta muerte. Mi hermano acaba de salir de la UCI después de treinta días, pero su suegra falleció. Yo salgo porque no tengo alternativa, necesito dinero”, explica André Rezende, un desempleado que se gana la vida en Sao Paulo como chofer de aplicativo.
“Lo que ocurrió aquí, desde el punto de vista social, ha sido terrible, pero no veo que todo el mundo esté en el centro comercial”, matiza Lotufo, para quien en este Brasil desnortado, que ahora discute el regreso a las escuelas, “el comportamiento social será decisivo” para los próximas semanas.
“Mucha gente se resignó y va retomando la vida (…). Esa situación de impotencia genera cierta tendencia a generalizar y fingir, ‘vamos a intentar vivir normalmente porque esto no tiene solución’. Y esto va a continuar”, dice Rocha de Barros.
“No es que los brasileños sean peores”, afirma. Lo que ocurre, es que “la epidemia pone a prueba las instituciones y las instituciones brasileñas están en harapos”.
AFP