Nacional

Sin transporte en cuarentena, enfermos de paludismo caminan kilómetros en busca de tratamiento

25 de abril de 2020

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La mayoría de las personas con malaria en Ciudad Guayana nunca han visto un operativo de fumigación o entrega de mosquiteros en sus comunidades. Largas distancias deben recorrer para recibir tratamiento en tiempos de cuarentena, muchos no llegan al módulo de salud porque no hay transporte


Se retuercen de malestar en las sillas desplegables oxidadas y a medio pintar del módulo de Manoa, en San Félix. Algunos, en medio del calor, se ponen paños en la cabeza y se arropan con sábanas. La fiebre los hace estremecer. La mayoría de ellos están esperando ser atendidos desde la madrugada. Vienen desde comunidades lejanas para recibir tratamiento contra el paludismo porque en los centros asistenciales de sus comunidades no hay suficiente o no lo hay en absoluto.

Sariannis Idrogo casi no puede moverse. La fiebre y el malestar general no se lo permiten. Apoya su cabeza en el regazo de su madre como quien cargara consigo un peso insostenible. Esta es la quinta vez que a esta niña de cinco años le da paludismo. Su madre, Yaritza Betancourt, la trajo desde 5 de Marzo, vía Caruachi, parroquia Pozo Verde, a recibir tratamiento en Las Manoas.

Las Manoas, Vista al Sol, Guaiparo y el kilómetro 19 son los módulos donde se concentra el tratamiento antimalárico (Fotos/William Urdaneta).

Para llegar al módulo, Yaritza debe tomar tres carros y gastar al menos 80 mil bolívares en efectivo, que para ella es un sacrificio, pues hace tiempo que se pierden sus cosechas en el campo por falta de combustible: no puede salir a venderlas. “El otro día se nos quedaron diez sacos de yuca, tuvimos que salir a venderlos 2 días después”, dijo.

El módulo más cercano queda a una hora caminando desde su casa, pasando el camino de tierra y surcando la vegetación. Es lo que debe hacer porque no hay transporte hasta ese centro asistencial, pero ni así consigue las medicinas. Desde marzo no hay tratamiento porque no hay transporte que movilice a la enfermera encargada de buscar los insumos en Manoa o Vista al Sol, unos 47 minutos de viaje.

En donde vive Yaritza, se estancan las aguas durante la temporada de lluvia, y toman agua de un pozo porque no hay en las tuberías. Las cisternas no llegan con regularidad al lugar por el mal estado de las vías. El lugar perfecto para la inoculación del Anopheles, mosquito transmisor de la malaria.

Yaritza tiene 22 años viviendo en 5 de Marzo y hasta ahora, no ha visto ni el primer operativo de fumigación y entrega de mosquiteros impregnados con insecticida, ni rastro de lucha antimalárica. A ella misma le ha dado paludismo 10 veces, y al resto de sus tres hijos más de seis.

Los vecinos se acostumbraron a vivir con el vector desde hace cinco años cuando se activó en las zonas urbanas, pero parroquias campesinas como 5 de Marzo han sido históricamente una zona endémica en el municipio Caroní. En esta comunidad es rutina que al menos un familiar tenga paludismo o haya muerto por eso. La hermana mayor de Yaritza se infectó y murió hace trece años, pero ella no ve progresos desde ese momento hasta la actualidad.

Para la semana epidemiológica 14 de este año, se registraron al menos 215 casos de paludismo en esa zona rural, según Salud Ambiental.

“Por allá el paludismo se ha alborotado más”, dice Yaritza con preocupación mientras se pone a la niña en las piernas para tratar de calmarla, pues llora por el malestar.

“Antes no se veía esto, el paludismo es diario”, insiste como quien quiere dejar claro que no ha presenciado ningún tipo de control estatal en uno de los focos más calientes de malaria en el municipio Caroní: la parroquia Pozo Verde, con 2.915 casos contabilizados en lo que va de año según el último boletín emitido por Salud Ambiental el 15 de abril. “Si le da algo a uno tendrá que vivir con la fe de Dios”, se le oye decir mientras saca una botella de agua para darle de beber a su hija, que ya por la sudoración está deshidratada.

Mientras lo hace, hay otra madre, Darilis Vielma, en la sala de espera del módulo, trasnochada y tendida en una silla. Cargaba en brazos a su hijo Edison, de seis años, cubierto por una sábana y ardiendo en fiebre: el niño convulsionó la noche anterior, es la segunda vez que le da paludismo.

Su otra hija, Eveline, corrió con la misma suerte que el hermano, pues estaba en la silla de al frente aguantando las ganas de vomitar, mientras otra acompañante la sostenía para que no se cayera. Es la primera vez que le da paludismo. Ambos hermanos tienen Falciparum, el parásito que transmite la forma más peligrosa de malaria, pues tiene los índices de complicación y mortalidad más altos que el Vivax y puede causar la muerte por coma y anemia.

No hay menos gente en el módulo porque haya una disminución drástica de casos en Caroní, sino porque durante la cuarentena no pueden movilizarse a buscar tratamiento.

Hace 15 días, Edison se había recuperado del Vivax. Su madre atribuye el contagio constante a que no tiene recursos para cumplir la dieta que el niño necesita para recuperarse completamente.

“Si tengo apenas para comprar arroz, ¿cómo le compro un pollo?”, dice desalentada. Ese día Darilis llegó al módulo en ayunas, prefirió dejarles el desayuno a sus hijos, un par de panquecas sin relleno, “¿Cómo le dices a un niño que no hay comida?”, comentó.

«Ni trigo, ni harina, ni grasas, ni queso, ni huevos», repite Darilis, «ni trigo, ni harina, ni grasas, ni queso, ni huevos», como un mantra.

Las personas con paludismo deben tener una dieta que impida el fallo multiorgánico de hígado, cerebro y pulmones causado por el parásito. También deben subir la hemoglobina, pues el parásito destruye todo glóbulo rojo que se le cruce por el camino en su viaje por el torrente sanguíneo.

Darilis hace lo posible por comprarles pollo, o pescado a sus hijos. A veces le toca pedir prestado. Antes se dedicaba a limpiar casas, pero desde el inicio de la cuarentena por la pandemia de la COVID-19 no ha podido seguir trabajando. Ahora depende de los 100 mil bolívares del bono Al trabajador, y los 500 mil bolívares del bono gubernamental Quédate en casa del carnet de la patria. “Toca rasguñar, pedir, o me pongo a vender tetas, algo”, expresó. La mayoría de las veces le toca llorar, no de tristeza, sino de impotencia, y mientras lo cuenta sus ojos febriles brillan de ira.

A ella le ha dado paludismo más de 10 veces, dice que su cuerpo hizo cayo cuando vivía en El Callao. También se le murió un familiar en el tiempo en el que la epidemia de paludismo estaba a flor de piel, en el que los módulos desbordaban de personas tiritantes, con los ojos inyectados en sangre y una fiebre que los hacía desmayar. La malaria estaba erradicada en el estado Bolívar, pero hubo un rebrote a partir del 2016, con la legalización del Arco Minero del Orinoco, y el auge de la extracción ilegal del oro en el sur del estado que es la cuna de la malaria en América.

La mayoría de los pacientes entrevistados nunca han visto un mosquitero con insecticida o han presenciado un operativo de fumigación en sus comunidades.

Hace un año, con la urgencia de la emergencia humanitaria compleja, el Gobierno permitió la entrada de la Cruz Roja Internacional y Médicos sin Frontera, junto a otras organizaciones no gubernamentales. Desde entonces han concentrado sus esfuerzos en los municipios del sur, en los focos más calientes como el kilómetro 88 de Sifontes, o El Callao.

Para los expertos en el área esto significó un respiro, aunque tarde porque con la migración interna se activaron focos endémicos en la ciudad, y en otros estados, y el ISP no tiene capacidad para controlar el vector por sí solo, y menos en tiempos de pandemia y crisis de combustible.

En contraste con los pacientes temblorosos, Jan Carlos correteaba junto a su hermana por todo el módulo. Enérgico cuenta que a él le ha dado paludismo ya seis veces, y que cuando pasa no puede controlar los temblores, aunque su cuerpo se acostumbró.

Sus pies también recuerdan la ruta que debe recorrer de 25 de Marzo hasta el módulo: son al menos 8 kilómetros equivalentes a caminar por una hora y media. Jan Carlos tiene 14 años, y tampoco ha visto en su vida un mosquitero impregnado con insecticida en su comunidad, y menos ahora. Es el único en su familia al que le ha dado paludismo, ninguno de sus familiares frecuenta los municipios mineros del sur de Bolívar, el contagio es local.

La Alcaldía de Caroní ha hecho los necesarios operativos de desinfección para contener la pandemia por la COVID-19 en algunos sectores del municipio, así como otras medidas. Sin embargo, la epidemia de paludismo está lejos de ser controlada en la urbe: hubo un aumento del 10% de casos nuevos en Caroní, las personas no han visto operativos de fumigación en sus comunidades, ni entrega de mosquiteros con insecticida. Se teme el relajamiento de la lucha antimalárica durante la pandemia.

Manoa, Vista al Sol y Guaiparo, son los únicos sitios que dan tratamiento contra el paludismo en San Félix. La asistencia de los pacientes al módulo ha bajado, no porque la enfermedad esté controlada, sino porque no hay manera de movilizarse para buscar tratamiento.

Hoy se conmemora el Día Mundial del Paludismo, y los expertos temen que lo poco que se ha avanzado para su completo control se desplome.

Correo del Caroní

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