Opinión

17 de diciembre de 1830

16 de diciembre de 2020

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Néstor Melani Orozco *


Había vendido Bolívar lo poco que le quedaba de sus bienes. Bogotá se estremecía por las desigualdades. Sucre había marchado con el obispo José María Estévez, en una misión del Congreso para negociar los términos de salvar la separación de la Gran Colombia, logrando el Mariscal de Ayacucho solo llegar hasta La Grita.

José Palacios, su mayordomo, sonrió, de ver la inmensa tristeza del general. Mientras vigilante al camino reclamó en suspiros el dolor.

Joaquín Mosquera había sido electo presidente…esa tarde Bolívar, antes de acostarse, reunió a sus ayudantes y a la gente de servicio y les anunció con la solemnidad habitual de sus renuncias sospechosas: “MAÑANA MISMO ME VOY. ME VOY DE COLOMBIA”.

Lo describe José María Vargas Vila, en 1890, en su relato “El Calvario de Bolívar”, y Gabriel García Márquez lo recrea un siglo después.

 No fue mañana mismo, pero fue cuatro días después. Mientras tanto recobró la templanza perdida, dictó una proclama de adiós en la que no dejaba traslucir los dolores del corazón, y volvió a la ciudad para preparar el viaje.

 El general Pedro Alcántara Herrán, ministro de Guerra y Marina del nuevo gobierno, se lo llevó a su casa de la calle de La Enseñanza, no tanto para darle hospitalidad, sino como para protegerlo de las amenazas de muerte que cada día se hacían más terribles.

Antes de irse de Santa Fe remató lo poco de valor que le quedaba para mejorar sus arcas.

Además de los caballos, vendió una valija de plata de los tiempos pródigos del Potosí, que la Casa de la Moneda había tasado por el simple valor metálico, sin tomar en cuenta el preciosismo de su artesanía ni los méritos históricos: dos mil quinientos pesos. Hechas las cuentas finales, llevaba en efectivo diecisiete mil seiscientos pesos con setenta centavos, una libranza de ocho mil pesos contra el tesoro público de Cartagena, pensión que le había acordado el Congreso.

Varios libros, repartidos en distintos baúles. Este era su saldo de lástima de una fortuna personal que el día de su nacimiento se tenía entre las más prósperas de América.

En el equipaje que José Palacios arregló sin prisa la mañana del viaje mientras él acababa de vestirse, solo tenía dos mudas de ropa interior muy usadas, dos camisas de quitar y poner, la casaca de guerra con una doble fila de botones que se suponía forjados con el oro de Atahualpa, el gorro de seda para dormir y una caperuza colorada que el Mariscal le había traído de Bolivia, y las botas de charol que llevaría puestas. En los baúles personales de José Palacios, junto con el botiquín y otras pocas  cosas de valor, llevaba el Contrato Social de  Rousseau. Y el Arte Militar del general italiano Raimundo Montecuoli, dos joyas bibliográficas que pertenecieron a Napoleón Bonaparte y que le había regalado sir Robert Wilson, padre de su edecán.

El resto era tan escaso, que todo cupo en un morral de soldado. Cuando él lo vio, listo para salir a la sala donde lo aguardaba la comitiva oficial, dijo:

 «NUNCA HUBIÉRAMOS CREIDO, MI QUERIDO JOSE PALACIOS, QUE TANTA GLORIA CUPIERA DENTRO DE UNA DE LAS BOTAS DE MIS ZAPATOS»

Días después, en su dolor, supo del fusilamiento del almirante Prudenciano Padilla.

 Urdaneta se convertía en presidente de Colombia.

 Camino de Santa Marta, el Libertador recibe la noticia del asesinato del Mariscal Sucre. Lloró Bolívar, lo describe Germán  Arciniegas. Y Rufino Blanco Fombona se muere de  dolor narrando estos momentos de grandes tristezas. Mientras de amor, Alfonso Rumazo González dibuja las presencias. En Indalecio Aguirre, la guerra, y Marco Proaño Maya convierte al Libertador en el mayor ejemplo de la raza latinoamericana. 

Mas en aquella caravana que le acompañaba hacia el puerto del Caribe, desde su tristeza envolvía las almas. En un caserío llamado Soledad, el general más grande de América, desde su carruaje, hizo detener  la comitiva y lentamente bajó del carruaje para voltear a contemplar a Colombia. Y desde ese instante exaltó un grito desde lo más profundo de su alma. Y gritando, casi como un trueno, pronunció: “Colombia… Colombia, cómo te adoré, pero nunca vivirás en paz”.

La misión del relámpago estaba dictando los siglos, casi como el rabino de Galilea cuando invocó. “Jerusalén. Jerusalén… que apedreas a tus profetas… y de ti no quedará piedra sobre piedra”…

Días después, el médico francés Reverend recibía pócimas de un galeno norteamericano que permaneció en un bergantín estadounidense anclado en el puerto de Santa Marta.  Mientras esperaron saber y dictar el estado del enfermo libertador.

El 17 de aquel diciembre de las heladas nevadas de la sierra de Santa Marta, a la una y tres minutos, fallecía el padre de la emancipación de América.

Fue amortajado y vestido con una camisa del cura de Mamatoco. Por cierto, le colocaron la casaca militar, aquella que poseía la doble fila de botones de oro del Perú, ya esta doble fila no estaba, la habían desprendido de la guerrera.

 ¡Se los robaron!

La Iglesia mandó a castigar al padrecito Hermenegildo Barranco por haber asistido al moribundo general, y la capilla de Mamatoco duró más de cien años cerrada.  No permitieron velarlo en la catedral de Santa Marta, se prestó la vieja aduana para su noche triste.

 Volaron alcatraces sobre el puerto…

El bergantín estadounidense, al morir el Libertador se fue del puerto, ya había hecho la misión encomendada.

 José Palacios, tiempo después, «quien llevo los secretos de la vida de Bolívar», falleció muy pobre en Cartagena… Convertido en un indigente y alcohólico…

Mientras Bolívar Quijote cabalga la inmensidad y bendice la nueva esperanza…

Una noche caraqueña, junto al Dr. Vinicio Romero Martínez, ilustrándole memorias de la historia, desglosamos aquellos momentos de aquel cantar de los gallos. De las presencias ocultas e intereses en esta tierra y de la sentencia del Libertador camino de la eternidad.

Y las traiciones permanecen burilando los destinos. Mientras Bolívar grita desde su cielo, para alistar a los humildes en el destino de nuestra otra humanidad…

Mientras en la bella ciudad de San Cristóbal habita el sacerdote, que ciento cuarenta años después de la muerte del Libertador, al ordenarse, lo enviaron a abrir la iglesia de Mamatoco…

Suenan las campanas de Suramérica. Llora la tierra. Y millones de gritos se convierten en la necesaria esperanza.

Mientras una bandera de amor abriga los restos inmortales del general más grande de la enciclopedia del mundo….

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(*) Narrador. Cronista de La Grita.
Artista Plástico.
Premio Internacional de Dibujo “Joan Miró”1987. Barcelona España.
Maestro Honorario.
Doctor en Arte.
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De mi libro: EN UNA LÁGRIMA EN EL MÁRMOL.
Escrito en la cuarentena

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