Opinión

Cantos del libertad

26 de febrero de 2019

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A finales del pasado diciembre, llegó a mis manos un escrito donde aparece un hipotético debate entre Atahualpa, emperador inca destronado y ejecutado por Francisco Pizarro, conquistador del Perú y Fernando VII, monarca español destituido por Napoleón Bonaparte en el curso de las Guerras napoleónicas. Este dialogo tiene como escenario los Campos Elíseos, en Francia. Se inserta en el contexto político y social de la época y justifica el derecho de autodeterminación de los “herederos” del imperio incaico (lo “americano”) frente a la usurpación de los peninsulares (lo “extranjero”). Esta conversación guarda un contenido simbólico muy importante para nosotros, los venezolanos, en los momentos culminantes de la lucha, que estamos librando para recuperar nuestra libertad, secuestrada por un grupete de facinerosos de la política que se ha entronizado en el poder y que pretende conservarlo a cualquier precio.

El mencionado escrito es un texto redactado por el periodista Bernardo de Monteagudo, que circuló en forma anónima en el Alto Perú a principios del siglo XIX y era empleado como una manifestación de apoyo al derecho de autodeterminación del Imperio inca, comparándolo con un caso relativamente análogo en el cual dicha conclusión era ampliamente compartida por los españoles, americanos, defensores de la Patria Americana.

En la pluma de Monteagudo la política y la ética están íntimamente relacionadas. En ese entonces, el Imperio inca se encontraba en un estado de agónica guerra civil, víctima de crisis políticas, sociales, culturales y religiosas que reducían su dimensión. Pizarro fue un personaje histórico que con menos de doscientos hombres y medio centenar de caballos consiguió conquistar e imponer su ley a un imperio de poco menos de doce millones de habitantes, por estar éste fracturado debido a las guerras civiles.

“El hundimiento fáustico del Imperio inca estuvo acelerado de manera vertiginosa por la llegada «celeste» de los conquistadores españoles y sus cincuenta caballos”, escribe Monteagudo. Pero los gérmenes de la caída eran también locales, de carácter cultural y religioso. La fecha clave del encuentro entre españoles e incas fue el 16 de noviembre de 1532, el día en el que Pizarro y Atahualpa se reunieron en Cajamarca, evento que terminó con la captura del emperador inca.

En un fragmento de la anteriormente mencionada conversación, el depuesto rey, Fernando VII, le dice al inca Atahualpa: “El más infame de todos los hombres vivientes, es decir, el ambicioso Napoleón, el usurpador Bonaparte, con engaños, me arrancó del dulce regazo de la patria y de mi reino, e imputándome delitos falsos y ficticios, prisionero me condujo al centro de Francia”. Atahualpa le responde: “Tus desdichas me lastiman, tanto más cuanto por propia experiencia sé que es inmenso el dolor de quien se ve injustamente privado de su cetro y su corona”.

El apoyo al independentismo inca se explicita en un párrafo que dice: “Habitantes del Perú, si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria, despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia. Vuestra causa es justa, equitativos vuestros designios. Reuníos, pues, corred a dar ripio a la grande obra de vivir independientes”.

La libertad del hombre no ha perdido de reclamar su primitivo estado y mucho menos cuando el despotismo, la violencia y la coacción lo han obligado a obedecer una autoridad que detesta y un señor a quien fundamentalmente aborrece, porque nunca se le oculta que si le dio jurisdicción sobre sí y se avino a cumplir sus designios y obedecer sus preceptos, ha sido precisamente bajo la tácita y justa condición de que aquél mirare por su felicidad. “Por consiguiente, desde el mismo instante en que un monarca, piloto adormecido en el regazo del ocio o del interés, nada mira por el bien de sus vasallos, faltando él a sus deberes, ha roto también los vínculos de sujeción y dependencia de sus pueblos” concluye Monteagudo.  (Noel Alvarez) /[email protected]

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