Porfirio Parada
Llegamos al Camino de la felicidad antes del alba. Nos bajamos del buscama, y vimos que en el estado Falcón también había llovido. El asfalto, las palmeras y la arena estaba mojada. Los caminos tenían charcos. Entre la oscuridad y el sueño empezamos a caminar en la playa, se sentía la calma, el silencio luego del oleaje, los primeros respiros y olores del Parque Nacional Morrocoy. Empezamos a tomar fotos y vimos que en el fondo del cielo empezaba a relucir los colores del fuego, las llamas que son las primeras luces del amanecer se reflejaban en el Mar Caribe. Nos venían días de sol, playa y arena, aunque su bienvenida fuese los restos de las precipitaciones que han azotado el país por estos días.
Venezuela posee cerca de 315 islas, cayos e islotes. Es un país con un destino hermoso, exótico, y que no cansa de sorprender. El paraíso inicia antes del viaje, en la mente y en el deseo del viajero. Chichiriviche tiene su malecón donde se concentra gran cantidad de lanchas para trasladar a los turistas a los cayos, sin embargo, nosotros salimos en otro muelle, en un embarcadero donde hay una bodega-licoreria, donde se puede comprar las cosas para llevar a los cayos. Desde que uno empieza caminar el muelle se siente la inmensidad del Mar Caribe, de la costa, de esta increíble tierra.
Nuestro primer día fue en Cayo Muerto. El cayo más cercano a Chichiriviche. Era jueves, en temporada baja, y no había tantos turistas. Parecía que el mar estaba para nosotros. Alquilamos una sombrilla y cuatro sillas por 15 dólares cerca de la orilla del mar. Y si bien veíamos desde ahí chichiriviche y enfrente parte de las formaciones rocosas, de gran vegetación sumergidas al mar, sentía como una ilusión del paisaje donde estábamos desconectados y retirados de toda actividad humana, y cercanía con otras distracciones. El agua es cristalina como una bendición de Dios, la arena suave, relajante, caminamos por el cayo, comimos pescado, nos tomamos fotos, en el cayo había palmeras, zonas verdes, lugareños, venta de vuelve a la vida, ambiente de mar, mucho sol.
Cayo Sal era el destino del segundo día, yo ya estaba quemado, bueno quemado no, estaba rojo, mi compañera, ella sí se empezó a broncear de la mejor manera, que complementándose con su traje de baño, su figura caribeña y sus ojos y sonrisa de luz, me cautivaba como lo hizo cuando nos vimos en Mérida o San Cristóbal. Compramos una bolsa de hielo y la enterramos en la arena creando una nevera natural. Tomamos unos tragos de ron con limón, botella que habíamos comenzado ya el día anterior en el primer Cayo. Escuchamos música desde la corneta de la gente que fuimos, dimos otro paseo caminando, descalzos, en el cayo, nos tomamos fotos. Le sonreímos a la vida, ella me decía nuevamente que Dios es bueno.
Sábado, Cayo Sombrero. La isla está fragmentada por dos playas en medio de un bosque de palmeras. La isla de los yates, embarcaciones con música a todo volumen, comida y parrilla incluida, con ambiente de rumba en el caribe. Llegamos y fue el cayo donde había más gente de los tres. El que nos trasladó nos dijo que hubo un Cayo que se inundó en los años de la tragedia de Vargas. Mientras pasaba el tiempo más gente llegaba, se escuchaba Rawayana, el merengue de los 90 y el vallenato colombiano, los clásicos de siempre. Ese día era mi cumpleaños y mi compañera conspiradora hizo partir una torta cantando con las personas con quien viajamos. Saludos a Zuly. Ese día hizo mucho sol, nos tomamos unas cervezas para el calor, por el cumple y por la vida. Finalizamos este día de playa con lo inesperado, yendo a un cayo donde no hay arena visible, se visita de manera acuática, otro lugar en medio del mar para la rumba, los yates, la gente bailando en el agua, entre la fortuna y la dicha de estar en Venezuela.
Cuando regresamos de la playa nos metimos en la piscina de la posada, el último día, con la compañía de una lugareña del sector y que tuvo en su tiempo un importante cargo público, recorrimos el malecón de Chichiriviche, mientras la luna descargaba luz, tiempo y viento a las piedras, a los peces, al mar, a nuestros rostros. Compramos algunos recuerdos para llevar, y luego entramos a una discoteca que queda en la reconocida avenida Zamora. Bailamos, bronceados, sonriendo, con frescura y soltura. En esa noche nos trasladamos en moto, sintiendo el clima nocturno, finalizando de esa manera la escapada, las breves vacaciones, el viaje y aventura, sintiéndonos vivos, sintiendo el paraíso en nuestros pies y corazones.
Lic. Comunicación Social
Locutor de La Nación Radio